Una musa para dos

47 | Un asunto de fuerza mayor

Acababa de ocurrir lo imposible. Alekséi Galvés me estaba llamando. El timbrazo duró como un par de segundos que se dilataron en mi mente como en ralentí. Supuse lo peor: que se había equivocado de número, que en realidad no quería hablar conmigo, sino con otra persona, con una Gabriela o con un Gerardo, quién sabe. Y marcó mal.

Algo como esto jamás había pasado. Sí, lo entiendo. Aleks y yo hemos sido amigos por más de dieciocho años. Y en todo este tiempo, jamás nos habíamos llamado. ¡Porque no lo necesitábamos, vaya! Además, a mí no me gusta hablar por teléfono y debo suponer que a él tampoco, a juzgar por su personalidad.

De modo que supuse que tal vez se trataría de una emergencia. De un asunto de fuerza mayor. Un accidente, ¿tal vez? No, un favor especial. Sí, eso podía ser. Y yo sería la única capaz de ayudarle, la persona indicada para hacerle ese favor.

Como se habrán dado cuenta, mi autoestima, en relación con lo que a Alekséi Galvés se refiere, estaba por los mismísimos suelos.

–¿Aló? –no pude evitar agudizar mi voz para evitar que esta temblara. Mis dedos, resbaladizos por el sudor, apenas si pudieron presionar el botón de atender la llamada.

–Hola, Galatea –esa era su voz. Indiscutible e inconfundiblemente su voz, grave y de bajo volumen. Era él, carajo, ¡era él!–. Habla Alekséi.

No iba a decir que lo sabía, que sabía que era él porque tengo registrado su teléfono desde que éramos roomies, y que nunca lo había borrado de la memoria de mi celular, porque no tenía por qué.

–¡Hola Aleks! –mi sorpresa era legítima, y se lo hice saber con el tono de mi voz: elevado, festivo, exuberante–. ¡Cómo estás! ¡Qué sorpresa!

–Fue muy lindo verte hoy –fue lo que me dijo. Y sonaba a que era cierto. No a una mera fórmula de cortesía.

Porque Alekséi Galvés no es de los que llaman personalmente a cada uno de sus invitados para agradecerles su asistencia a la inauguración de su muestra, ¿o sí?

–Muchas gracias por invitarme –para entonces, ya era imposible ocultar la emoción con el temblor de mi voz y su agudeza–. No me la iba a perder por nada.

Así era yo. Cuando de Aleks se trataba, no me iba a contener. Me convertía en una sinvergüenza.

–La verdad es que fue una sorpresa verte –su tono se mantenía afable, y quizás lo noté mucho más cálido de lo habitual, pero tampoco le di demasiada importancia–. No pensé que vendrías.

–Las veces anteriores no asistí, porque no fui invitada –lo siento, pero tenía que ser aclarado ese punto.

–Y me disculpo por eso –esa fue la contestación que recibí de él.

–Es igual –la verdad es que no quería explicaciones ni tampoco las necesitaba. Era un día de fiesta. Los eventos del pasado carecían de importancia–. Quería disculparme por haberme ido sin decir adiós. Estabas muy ocupado y…

–Me gustas, Galatea –Aleks ignoró por completo mi descargo para ir directo a la yugular. Aquel no era, por supuesto, el Alekséi Galvés que yo conocía–. Me gustas demasiado. Desde el primer momento en que te vi.

Me quedé callada otro par de segundos que parecieron eones. Finalmente, respondí:

–Tú sabes que eres muy bien correspondido.

Ahora quien se quedaba en silencio era él. Y mi corazón casi explotó en el lapso de la espera.

–Hay algo que tengo que confesarte –juro que el alma se me bajó al infierno en el momento en el que escuché aquella frase–. Te he deseado desde siempre, Galatea. Y ya no puedo ocultártelo más.

Ese que estaba del otro lado del teléfono no podía ser Alekséi Galvés. ¿Quién carajos era mi interlocutor? ¿Me estaba jugando una especie de broma barata?

Al fin, la confesión que nunca esperé que tendría, pero que secretamente había estado esperando por los últimos dieciocho años estaba siendo ejecutada en aquel instante. Y no me sentía capaz de creérmela.

–¿Y por qué me dices esto justo ahora? –necesitaba preguntar–. Luego de tantos años…

Hubo una pequeña pausa, acompañada de lo que, probablemente, se trataba de la calada de un cigarro.

–Porque ya no quiero dejar pasar ni un minuto más sin que lo sepas –fue todo lo que dijo. 

«Está borracho», es lo que me dije. «Esa es la única explicación».

Por supuesto que estaba consciente de las circunstancias de su confesión, y todavía así, decidí creerle.

Así de desesperada estaba.

–Y bien –me armé del poco valor que tenía por entonces para elevar la apuesta–. ¿Qué sigue? ¿Cuál es el siguiente paso?

–Necesito verte.

Claro. Me había olvidado por completo de la entrevista. Yo también necesitaba verlo. Por fin, nuestros intereses se alineaban.

–De hecho, me gustaría hacerte una entrevista…

–Olvida la entrevista, Galatea –me cortó Alekséi, impaciente–. Ven ahora mismo a mi casa. Te espero aquí.

De buena gana me hubiera vestido, tomado el primer taxi puñetero que se me hubiera atravesado por la calle y corrido a su encuentro.




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