Una musa para dos

50 | Diez minutos sublimes

Todavía había algunos vecinos en la calle de San Marcos, conversando en las veredas o terminando de barrer su calle, en el momento en que llegué a casa de Alekséi a las 21h06 minutos.

Pude ver, todavía dentro del auto, que él ya me esperaba en la puerta, arrimado a la misma con las manos en los bolsillos, vestido con un pantalón azul oscuro y una camisa celeste que lo hacían ver como una versión ligeramente más formal del artista despreocupado por su vestimenta que había conocido años atrás.

Agradecí al chofer del Uber –esas fueron las únicas palabras que le dirigí, aparte del saludo– y salí del auto a dos tiempos: uno para sacar mi cuerpo y otro para sacar los quichés, empacados en una coqueta caja que más parecía un regalo que otra cosa.

En toda esa operación, evité en todo momento mirar a mi anfitrión –que se hallaba en la cima de esas enormes tres escaleras de cemento que daban a la puerta abierta de su casa– porque simplemente era incapaz de hacerlo.

Por fin, cuando el Uber se fue, volteé a verlo, con la caja de quichés en las dos manos, como si estuviera a punto de entregar una ofrenda a la deidad que era para mí Alekséi Galvés.

Puedo asegurar que mis ojos centellearon cuando lo vi.

Sonreí como la bobalicona de siempre e intenté subir aquellos escalones con más trabajo que el que me había imaginado. Alekséi esperó pacientemente a que lo hiciera y me recibió con un abrazo sospechosamente gélido.

«Se ha echado para atrás», me dije a mí misma. «En realidad, nunca me ha querido aquí».

Mi corazón se contracturó ahí mismo solo de recordar el impersonal tacto de su cuerpo. Temblé ahí mismo y como por un segundo vacilé entre atravesar o no la puerta.

Al final, ustedes saben lo que hice.

En cuanto me hizo pasar a la casa –una propiedad de una belleza colonial, austera como la personalidad de su dueño y adornada con las tintas y acuarelas que él mismo había pintado– cerró la enorme puerta de madera, me quitó la cajita de quichés y la depositó en una de las mesillas que decoraban el casi desnudo zaguán. Solo entonces, me tomó con fuerza de la mano y me atrajo hacia sí mientras me decía, con una voz quedita, pero que jamás le había oído performar:

–¡Ven acá!

«Era eso», pensé enseguida. «Solo quería que no nos vieran los vecinos». Aquella fue otra de las banderas rojas que terminé pasando por alto, debido a lo que sobrevino después, y que hizo que me olvidara de esa pequeña pista por completo.

Nos abrazamos con fuerza, como si nuestra vida dependiera de ello. Yo podía aspirar su aroma a Alekséi, una mezcla entre su característico olor corporal, el limpio de su ropa y quizás un ligerísimo y lejano toque de transpiración. Entonces, me embriagué.

Les juro que no sé muy bien cómo pasó.

Solo sé que Aleks me tomó por el rostro y me besó, y que yo también lo besé, desesperada y urgentemente, hasta casi ya no poder respirar, y que él me levantó con sus brazos y yo lo aprisioné con mis piernas, mientras lanzaba hacia una silla mi bolso, equipado con un cambio de ropa interior extra, preparado con anticipación.

Solo sé también que él me llevó contra la pared, y en un movimiento acrobático de su cuerpo, me bajó, con una mano, mis pantimedias negras, tan fuerte que podía jurar que las había desgarrado, me bajó también el panty hasta dejarlo a media pierna. Yo también quise quitarme ese maldito par de prendas de vestir que nos obstruían el trabajo, pero fue imposible.

Así que Aleks me llevó cargando hasta su habitación, me depositó en la cama con una mezcla de violencia y ternura, retrocedió para cerrar la puerta y encender la luz y ahí sí, con toda la libertad de maniobra que mi posición le sugería, terminó que sacarme los botines, las medias y las bragas, y de paso la falda y la blusa que yo ya tenía medio abierta, y de un tirón también, me quitó mi bonito sostén, y toda esa ropa de porquería fue a parar a Dios sabe dónde.

Solo ahí, cuando me tuvo completamente desnuda y a su merced, me contempló recostada a través de su cama de plaza y media, con las piernas semi abiertas y en actitud expectante, y se tomó su tiempo para observarme y decirme, desde arriba, antes de lanzarse sobre mí:

–Eres tan bella como siempre te había imaginado.

Se quitó él mismo la camisa, y en cuanto se desabrochó su pantalón y se lo bajó, una fuerza inconsciente, que no era yo, me obligó a abrir las piernas para que pudiera recibirlo sin reticencias.

Y así fue.

Cada embestida, que empezó con dulzura, fue cada vez más potente que la anterior, hasta que sentí que iba a explotar por dentro, a medida en que mis gemidos se elevaban en intensidad.

Entonces, Aleks se acercó a mí despacito, que tapó la boca con dulzura, a tiempo en que me decía, mientras jadeaba también él, por el esfuerzo:

–Sh… calladita, que vamos a despertar a los vecinos.

Ambos reímos con complicidad y lo abracé para que se quedara así, sobre mí, mientras lo besaba con desesperación en la boca, en el cuello, en su oreja, en sus mejillas, su barbilla, y en la boca nuevamente hasta morderle los labios con suavidad a tiempo en que me corría como si hubiera estado esperando ese momento toda mi vida, en espasmos, en oleadas, en episodios, mientras podía jurar que lo sentí a él también derramarse con potencia dentro de mí, una y otra vez, hasta quedar los dos rendidos, uno sobre el otro, sobre aquella austera cama sin destender.




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