Una musa para dos

52 | El infierno tiene nombre y apellido

–¿Qué crees que estás haciendo, Galatea? –ese fue Aleks, con cara de pocos amigos, en el momento preciso en el que le arrebaté el pincel para que me pusiera atención.

–¿Qué crees que estás haciendo tú, Aleks? –fue una pregunta, sí, pero sonó como una exclamación–. Tú siempre has sabido lo que yo siento por ti. Nunca te lo he ocultado.

Era cierto. Vamos, nunca he sido la persona más expresiva del mundo. Pero tengo mis lenguajes. Que, por cierto, también se trata del lenguaje de Alekséi. El del silencio y la insinuación.

–Todo esto es un malentendido, Gala –dijo Aleks, y me extendió la mano para que le devolviera el pincel, intentando, en vano, mantener la compostura.

Él iba ganando, claro. Porque en lo que respecta a mí, hace rato que había perdido la mía.

–¿Malentendido? –grité. Sí, lo hice–. ¿Cuál malentendido, Aleks?, lo que me dijiste esa noche por teléfono no da lugar a segundas interpretaciones.

Saqué mi celular de mi bolsillo y lo señalé, y se lo puse en la cara, para que le quedara bien claro que su tal ‘malentendido’, no era otra cosa que una evidencia que se había desvanecido, porque nunca había quedado por escrito.

–Mira, Galatea –Aleks se veía consternado. Evitó, por lo tanto, el contacto visual–. Lo que te dije aquella noche… –hizo una pausa y desvió la mirada, de nuevo, hacia otro lado–, lo dije tan solo para halagarte.

 Parecía que estaba en medio de una pesadilla, dentro de un infierno. Sí, infierno. Esa es la correcta selección de palabras.

–¿Halagarme? –pregunté, sin dar crédito a sus palabras–. ¿Y como desde cuándo has necesitado palabrearme para obtener mi atención?

Aquella no era, por supuesto, sino otra cosa que una pregunta retórica. Una que no ameritaba contestación.

Aleks calló. En su rostro, ahora inescrutable, se adivinaba, sin embargo, un conato de creciente impaciencia. Tuve miedo, sí, pero no me iba a ir de allí sin respuestas. Porque, si lo hacía, sabía que las preguntas no dichas me perseguirían por el resto de la vida.

–Estabas borracho cuando me llamaste, ¿verdad? –Aleks no dijo absolutamente nada, como era de esperarse–. ¡Contesta!

–Creo que es mejor que te vayas, Galatea –fue todo lo que dijo–. Te conseguiré un taxi.

Era oficial. El infierno tenía nombre y apellido: se llamaba Alekséi Galvés.

Tomé asiento, de nuevo, en el enorme taburete de madera, mientras Aleks llamaba a un Uber, he de suponer.

Estaba viviendo, en ese mismo instante, el momento más bajo de mi vida. Jamás me había sentido tan… irrespetada, mal amada y sobre todo… rechazada. Sí, mi peor pesadilla, que consistía en ser rechazada por Alekséi Galvés, se estaba haciendo realidad… en ese preciso momento.

Sobra decir que me quise morir, lo deseé con todas mis fuerzas. Pero morir espontáneamente no es tan fácil, después de todo. Necesitas hacer algo para que eso pase y yo, por entonces, no tenía ni fuerzas ni voluntad ni para ponerme de pie, mucho menos para atentar contra la vida de nadie.

Y mucho menos, contra la mía.

–El Uber viene en menos de un minuto, Gala –me dijo Aleks, y su voz sonó lejana, como si viniera detrás de mí, desde algún otro plano, en el que era imposible de alcanzar. Sí, como siempre había sido.

Aleks me hablaba desde aquel lugar inescrutable al que siempre había pertenecido. Y ya no había marcha atrás. Nos habíamos perdido esa noche, para siempre.

Hice caso omiso a sus palabras y me quedé ahí, sentada y como catatónica, con mi cabeza enterrada entre las manos, incapaz ya de enjugar las lágrimas que se escapaban, como chorreando, directo hacia el piso de madera.

Aleks no me vio llorar, me ocupé muy bien de cubrir mis rastros, mientras él observaba, atento, por la ventana.

Sentí una luz brillante que se aproximaba por la calle, unida al chirrido sordo de un motor. El sonido se estacionó frente a la puerta de la casa de Aleks.

–Vamos, Gala –me dijo, con ese tono de voz bajo, que en otra ocasión me había derretido hasta el éxtasis, y que ahora me resultaba chocante y hasta pretencioso–. Te acompaño hasta la puerta.

Me levanté como un autómata y pretendí caminar un par de pasos hasta el pasillo central que conducía a la salida. Algo me detuvo. Algo corrupto, algo putrefacto que me surgió desde las tripas. Quería hacer daño, quería destruirlo todo. De buena gana lo hubiera hecho, de tener una fosforera a la mano.

Pero tenía que valerme de lo que mis precarias fuerzas me permitieron en ese momento. Regresé sobre mis pasos y, sin pensarlo dos veces, pateé con todo el ímpetu del que fui capaz el caballete que sostenía el lienzo que Alekséi estaba pintando.

El cuadro salió volando y aterrizó, primero, en la esquina del taburete, lo que hizo que la punta de madera atravesara el lienzo, para terminar, finalmente, con la cara abajo en el piso. El caballete yació, despatarrado, sobre el taburete que unos minutos atrás me había recibido como su compañera.

Aleks miró la escena con estupefacción, pero no reaccionó. Se quedó ahí, parado, como si estuviera escoltándome hasta la puerta.




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