“Si algo puede salir mal, saldrá mal”. Se trata de la primera Ley de Murphy, misma que ya había experimentado antes, en mis –por entonces– treinta y tantos años de vida y que, religiosamente, sigue cumpliéndose hasta ahora.
Y que se convirtió en realidad, por supuesto, la noche en la que Alekséi Galvés me dio con la puerta en la cara.
Como ustedes se podrán imaginar, la cosa no terminó ahí, porque me esperaba, por supuesto, un segundo toro con el qué lidiar. Adivinaron: mi querido prometido Tristán Belfas.
Cuando abrí la puerta principal de la casa, luego de quedarme en el jardín como unos diez minutos para recuperar la compostura, y para bajar, en la medida de lo posible, la hinchazón de mis ojos y nariz por efecto del llanto, Tristán me estaba esperando sentado en las escaleras.
–Te acostaste con él, ¿no es así? –aceptémoslo. Cuando de confrontar a alguien se trataba, a Tristán nunca le había temblado la mano, y tampoco iba a ser la excepción conmigo–. Responde, Galatea.
Mi compostura recién recuperada, que me había costado diez minutos de recostarme en el césped mal podado del jardín frontal de mi casa, se vino abajo, ese mismo instante, cuando descubrí, en toda su magnitud, que la había cagado aquella noche de todas las formas y ángulos posibles.
No se trató de una estrategia de manipulación ni mucho menos, sino de la consecuencia lógica del desbordamiento de mis emociones. Me desbaraté ese mismo instante y, sin avanzar, siquiera, a cerrar la puerta, me senté en la duela de madera chirriante de mi propia casa a llorar, ahora sí, a moco tendido.
Supongo entonces que, dadas mis acciones, Tristán supo, sabiamente, deducir la respuesta a su pregunta.
Me miró a prudente distancia, desde el Olimpo de las escaleras, desde arriba, como una deidad acusativa a punto de dictar sentencia a su fiel discípula descarriada.
–No te preocupes –me dijo–. Dormiré hoy en el estudio. Me marcharé en la mañana.
No había más que decir, por parte de él. No le iba a presionar para que me dijera lo que no valía la pena ser dicho. Y yo, por mi parte, pude haber hecho mucho más, de haberlo querido.
Pude haberle rogado, si me lo hubiera propuesto. Pude habérselo insistido: que no se fuera, que se quedara, que me portaría bien, que ya vería cómo ejercería las acciones necesarias para reivindicarme.
Pude, también, haberle mentido, pude haberle dicho que no pasó absolutamente nada, salvo la entrevista. Y que Aleks se había portado no solo displicente, sino grosero, y que aquel desaire era el que me había causado semejante molestia.
Pero no, opté por decir la verdad con mi silencio. Y esa confesión silenciosa me liberó, por fin, de cierta manera.
–Si de algo te sirve de consuelo –le dije, mientras intentaba levantarme del suelo, porque lo que tenía que decir me haría sentirme ya lo suficientemente humillada como para reforzarlo con mi postura desparramada de derrota–, es necesario que sepas que Alekséi se divirtió conmigo y me descartó enseguida.
Tris permaneció en silencio por algunos segundos que me parecieron eternos, antes de disparar en el blanco.
–Por alguna extraña razón –contestó Tris, un poco suspirando–, siento lástima por ti, Galita, en lugar de tirria.
Yo pensé, entonces, que Tris había sido conmigo demasiado generoso, incluso en aquel momento, en el que no necesitaba serlo, y yo tampoco esperaba que lo fuera.
–Te dejo dormir, Galita –continuó, con toda la diplomacia y empatía de la que fue capaz–. Ya has tenido suficiente por hoy. Que descanses.
Si ustedes se preguntan si me hubiera gustado rogarle por perdón, la respuesta sería un rotundo no. No me caracterizo por pedirle perdón a las personas. Y no, no me siento orgullosa de ello.
–No hubiera querido que todo terminara así, Tris –fue todo lo que atiné a decir–. Pero es algo que estuvo siempre más allá de mis fuerzas.
–Te entiendo perfectamente –dijo, mientras se levantaba, él también, de las gradas y bajaba por ellas hasta ponerse a mi nivel, pero siempre a prudente distancia–. Yo habría hecho lo mismo que tú si se hubiera tratado de Ana Julia.
Aquel sincericidio no era necesario, por supuesto. Pero ya me parecía raro que Tristán no hiciera absolutamente nada para defenderse. Después de todo, él también es humano. Y es hombre. Y, por tanto, también era capaz de cometer alguno que otro acto de crueldad, cuando fuera necesario.
No lo culpo, de cualquier manera. Pero pudo bien haberse guardado para sí aquel comentario.
La figura a contraluz de Tristán, delgada como el asta de una bandera, con su cabello ligeramente crespo un tanto desordenado y su suéter de abuelito trendy y su pantalón caqui camper y sus Converse negros que tiraban a gris, se perdió entre las sombras de su estudio. Tan solo pude oír la puerta abrirse y cerrarse y, detrás de sí, unos cuantos pasos que se desvanecieron, tenuemente, hasta dejarme absolutamente sola en la penumbra.
No tenía fuerzas para dar un paso. Pero lo di. No solo uno, sino dos, tres, diez, veinte. Los que fueron necesarios hasta llegar a la puerta de mi habitación, en donde casi me desvanecí casi sin avanzar a llegar a la cama.
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Editado: 29.10.2023