Una musa para dos

59 | Estamos entre amigos

Había alguien que esperaba a Galatea en el evento y no se trataba de Alekséi Galvés: era Mara, su asistente de veintiún años con quien mantenía una relación más o menos cordial, dada la evidente brecha generacional.

La menuda chica aesthetic y con la cara pegada al celular, no la recibió como era de esperarse, sino hasta quince minutos después, cuando Gala tuvo que escribirle un Whatsapp para que acudiera en su encuentro.

–Discúlpame, Gala –le dijo una agitada Mara que bajó corriendo las escaleras de una de las terrazas ¿adivinen cuál? para dar el encuentro a su empleadora–. Estaba un poco ocupada con los asistentes.

 –¿Alguno en especial a quien tenga que conocer? –le preguntó Gala, mientras recibía, ella también, el saludo de los anfitriones.

–Hay alguien que pidió verte –respondió Mara, guiñando un ojo con gesto de coquetería–. Ya te imaginarás de quién se trata.

Gala quiso creer remotamente que se podía tratar de Aleks, pero evitó hacer el ridículo y respondió algo que se esperaba de ella.

–Cosme Bravata, ¿tal vez?

–Casi –Mara rio con sus dientes de granos de arroz–. Tu Aleks está allá arriba –y señaló con el dedo hacia aquella terraza–. Dijo que sería un honor para él tenerte en su presencia.

A Galatea casi se le salen los ojos cuando escuchó dos cosas: tu Alex, y sería un honor para él. Pero supo guardar, en la medida de lo posible, la compostura, con un profundo suspiro que se cuidó muy bien de que no fuera tan sonoro como lo ameritaba.

Gala también reprimió la tentación de regresar a ver hacia la terraza, para disimular su desesperación por buscar a ya saben quién con la mirada. Mantuvo su vista fija en su interlocutora y asintió en silencio, a tiempo que dijo, más para sus adentros que para el afuera:

–Bueno, al mal paso, darle prisa.

Y se dirigió hacia las mismas escaleras por las que su asistente había bajado minutos antes para recibirla, y se cuidó muy bien de que ella la siguiera a una prudente distancia. No sin haberla instruido antes para que contestara de inmediato cualquier mensaje de su jefa por si la cosa se ponía fea y Galatea necesitara de algún salvoconducto urgente para que alguien la sacara de ahí.

A medida en que Galatea Molinari subía las gradas podía sentir que sus manos, húmedas por la transpiración, se pegaban en el pasamanos de madera y hierro forjado que adornaba la construcción. Treinta escalones parecieron trescientos, y para cuando se halló en la terraza, su respiración se hallaba tan entrecortada que parecía que había recorrido una media maratón.

Incapaz de gobernar los latidos de su corazón, Gala no pudo hacer más que respirar en profundidad, evitar conscientemente fruncir el ceño de la tremenda aprehensión que la embargaba, y dirigirse hacia su cadalso personal.

Esto es, hacia la presencia de Aleks, quien afortunadamente no se hallaba solo, sino también acompañado de –cómo no– Cosme Bravata y un par de artistas cuyos nombres han dejado de importarle.

–¡Querida mía! –ese fue el Maestro Bravata, por supuesto–. ¡Dichosos los ojos! Has dejado de asomarte por aquí ahora que eres famosa.

El maestro se adelantó un par de pasos de todos los demás para abrazar efusivamente a la escritora.

–Qué gusto verlo de nuevo, maestro –Gala correspondió con calidez y solaz el abrazo de Cosme, como si fuera un bálsamo que relajaba, en parte, su ya de por sí algo rígido lenguaje corporal–. He estado un poco ocupada vendiendo libros.

Era un decir, por supuesto. Porque los libros se vendían solos.

En cuanto Gala abrió los ojos, todavía con su cabeza apoyada en el hombro de Bravata, lo vio. Apoyado en el barandal de la terraza se hallaba Aleks, vestido de negro entero, con su sencilla camisa de lino y su pantalón genérico, con calzado deportivo, porque, que ella recordara, jamás lo había visto con otro estilo de zapatos. Y con una media sonrisa discreta, y su vaso de vino, que levantó a medias, dirigido hacia ella, en señal de saludo.

–Trátame de tú, muchacha –Cosme la sacó enseguida de su arrobamiento al emitir esa sentencia–, que estamos entre amigos.

«Entonces, ¿por qué se refiere a mí como “muchacha”?», ese fue el pensamiento que se le atravesó a Galatea una vez que fue llamada la atención por el maestro. Pero, ¡qué importaba! Tenía cosas más importantes en qué pensar en ese momento.

Cosme se dio la vuelta y no la soltó, sino que, por el contrario, le conminó a que Galatea le agarrara del brazo para que Bravata se la presentara a sus colegas.

–Francisco Velarde, mi gran amigo –sep. Ese era el nombre de otro artista, un pintor a quien Gala tenía puesto el ojo, por cierto, para una futura entrevista–. Y Andrés Mackenzie, por supuesto. Pero creo que ya se conocen.

Gala saludó a los dos con un abrazo y beso en la mejilla y un encantado de conocerle para el uno y un qué gusto de volver a verte para el otro. Todo ello a vista y paciencia del artista que importaba en realidad.

–Y a quien tenemos frente a frente no necesita presentación –Cosme señaló por fin, a mano abierta, a un aparentemente relajado Aleks (quien realmente quería morirse de aprehensión por dentro)–. Porque, a juzgar por ese reportaje tan, pero tan intimista, parece que ustedes dos se han sabido conocer muy bien, y por bastante tiempo.




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