Galatea abrió los ojos con exageración en señal de sorpresa, en ese momento no supo hacer la asociación, de modo que, cuando volteó para descubrir al portador del floripondio, casi se cae para atrás de la impresión.
Tomó con su mano izquierda la flor, mecánicamente, y dijo:
–No aspiro su aroma porque podría acabar en el hospital –y sonrió, nuevamente, con mucha melancolía.
En efecto, el floripondio era una de esas plantas alucinógenas, de aquellas que Aleks le había hablado durante sus años de locura psicodélica.
Galatea abrió su cartera y sacó de ella un libro, Clara y el hombre en la ventana. Colocó pacientemente el floripondio entre sus hojas y lo aprisionó ahí. Guardó el libro nuevamente.
Luego, se quedó mirando a Aleks, que también la veía, expectante, esperando quién sabe qué cosas por decirle, por hacerle.
Solo entonces, Galatea cedió. Ya con la mano libre abrazó a Alekséi con más ternura que pasión, mucha más ternura, ciertamente. Y él, por primera vez, correspondió aquel abrazo con igual o superior efusión.
Así estuvieron un rato, quién sabe muy bien cuánto. Un par de minutos, tal vez. Ella con la cara enterrada en el pecho de Aleks, él con su rostro pegado a la coronilla de ella, aspirando el aroma a pistacho y canela que desprendía el cabello de la Jefa.
Finalmente, Galatea lo soltó, para observarlo, atentamente, en silencio.
Alekséi la tomó por el cachete, como una vez ella había hecho con él, hace tantos años.
–¿Por qué eres tan bonita? –le preguntó, sin esperar respuesta.
Ella simplemente sonrió taciturna y se encogió de hombros. Bajó la cabeza y observó distraída, de nuevo, al paisaje.
–Me alegro de que no me odies –continuó Alekséi, un tanto envalentonado por el gesto amigable de su Gala.
–No confundas mi silencio con olvido –le respondió ella, enseguida. Y suspiró luego.
–¿Cómo has estado? –fue sabio de parte de Aleks cambiar de conversación.
–La vida me ha vuelto a sonreír –dijo Gala, taciturnamente risueña nuevamente–. ¿Y tú? No he sabido nada de ti en mucho tiempo.
–He sido afortunado –respondió Aleks–. Tampoco me puedo quejar.
Gala asintió y tomó a Aleks por los hombros. Lo acarició apenas.
–¿Qué pasa, Jefa? –preguntó Alekséi con un ligero gesto de complicidad.
–No sé –dijo Gala, distraída–. Es solo que pensé que nunca más íbamos a volver a hablar.
–No sabes cuánto tuve que armarme de valor para venir a buscarte –Aleks sonó sincero cuando lo dijo. Y no mentía–. Tenía miedo de que reaccionaras mal.
–Yo también –respondió ella–. Yo también tenía miedo de lo mismo.
–¿Quieres ir a comer algo? –preguntó Alekséi, presionando nuevamente–. Y conversamos en el trayecto.
Galatea aceptó y descendieron por las escaleras de caracol hasta el patio andaluz principal. Tuvieron que sortear a varios de los invitados para poder salir, por fin, a la calle. Aleks estaba familiarizado con el centro histórico. No le fue difícil recordar un pequeño restaurante que servía comida casera, como le gustaba a él, y en donde podrían conversar a sus anchas y sin ser interrumpidos.
Por su parte, Gala apenas si podía creer lo que estaba pasando. Caminó como por defecto por las estrechas calles de La Capital, respondiendo mecánicamente a sus movimientos. Nunca, ni en sus más locas fantasías, se había atrevido a imaginar que estaría en camino a una cena, invitada por Alekséi Galvés, en persona.
Aquella escena era una de las que estaban prohibidas en su repertorio.
Porque lo que ella había pensado, se trataba de otra cosa. No de cenar con él, sino de confrontarlo.
Ya se hacía hora de averiguar la verdad.
–No sé bien cómo iniciar esta conversación, Alekséi –Gala se lanzó a la piscina sin salvavidas, mientras caminaban por la calle Rocafuerte–. Pero necesito que me contestes un par de preguntas.
Aleks seguía caminando como si nada, como si Gala no lo estuviera poniendo, finalmente, contra las cuerdas.
–Tú dirás –respondió, con serenidad, y en consecuencia.
–¿Qué fue lo que pasó aquella noche? –soltó Gala, sin anestesia–. ¿Por qué te echaste para atrás?
Aleks se tomó su tiempo para responder.
–Porque no estábamos haciendo lo correcto –fue todo lo que dijo–. Las cosas tenían que haberse hecho en otro orden.
Gala no meditó ni un segundo cuando le dijo, finalmente, aquello que había practicado en su cabeza como por veinte meses. Había imaginado, sin embargo, un sinnúmero de escenarios imaginados, menos ese.
–No tienes la más mínima idea de lo mucho que me heriste –y Galatea se detuvo en media calle solitaria cuando lo dijo–. Y ojalá nunca la tengas. Así, al menos, podría conservar algo de mi dignidad.
Alekséi se detuvo junto a ella. Nunca fue el mejor para lidiar con semejantes escenarios. Y Gala lo sabía. Pero algo tenía que decir, y se lo dijo.
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Editado: 29.10.2023