Una musa para dos

63 | Aquí me tienes

El corazón se me detiene un instante, pero no podía permitirme tener un infarto en pleno lanzamiento de mi novela, de modo que me obligo a recuperar la compostura mientras doy mis últimos pasos para ser recibida por mi editor, quien me espera de pie y con los brazos abiertos.

Nos abrazamos, en efecto, como si no nos hubiéramos visto quince minutos antes y como si no hubiéramos repasado esta entrevista ya una vez, en privado, en la soledad de la oficina de la bibliotecaria.

Soy incapaz de regresar a ver a la puerta en lo que dura el trayecto hasta la mesa y aun después.

La entrevista transcurre sin mayores contratiempos. En ella me corresponde explicar por qué elegí ese tema en particular, de todos los otros posibles capítulos de mi vida.

Respondo esto, más o menos:

–No voy a hacer un spoiler del libro [risas de los asistentes], de modo que no contaré en detalle de lo que trata. Lo que sí les puedo decir es que le he sido fiel a la memoria y al recuerdo de mis años de juventud y adultez con Alekséi, el protagonista de esta novela. Y que, si elegí a este personaje de tantos otros que fueron importantes en mi vida, es porque su trascendencia en mi vida ha sido fundamental, y las consecuencias de nuestra ruptura lo han sido mucho más en los últimos años de mi vida.

–Ya nos hiciste un adelanto del personaje de Alekséi en una entrevista que le hiciste, hace más de dos años, para la revista Pez Espada –dijo mi editor, como para poner en contexto a mis palabras.

–Es cierto, y los lectores pueden tomar esa entrevista como referencia, como un abrebocas, si se quiere, del vínculo que me une con este personaje.

Surge, de pronto, una pregunta de mi editor:

–Te refieres a la figura de Alekséi como un personaje –dice, en tono inquisitorio–, incluso, evitas utilizar su apellido. ¿El hombre que aparece en tu novela es el mismo de la vida real?

Me tomo un tiempo prudente para tomar un bocado de agua que me ha sido servida con anticipación para luego responder:

–El Alekséi que aparece en mi libro es la construcción que tengo de él en mi cabeza –continúo, suspirando con algo de melancolía y con la cabeza ligeramente agachada, todo esto de forma inconsciente–. En realidad, sospecho que el Alekséi que vive en mi memoria ya no existe –hago una ligerísima pausa porque siento que la voz se me va a quebrar y ni en broma permitiría que Aleks me viera romperme en público–, o probablemente, nunca existió. Fue una invención mía.

En seguida, mi editor cede la palabra, muy amablemente, al público asistente.

–Galatea –es una jovencita que se confiesa lectora mis libros –. Danos un consejo para quienes queremos ser escritores. ¿Qué nos aconsejas escribir?

La contestación amerita que se siga el tono más bien melancólico del lanzamiento.

–Escriban sobre lo que les duele –le respondo, sin dudarlo ni por un segundo–. Escríbanlo obsesivamente hasta que salga algo bueno de ahí. Tal vez sea arte o tal vez solo un justo desahogo. Pero no se queden con las palabras atoradas en la garganta–. Hago una pausa para tomar, de nuevo, un bocado de agua ­–pero no se queden con las ganas de gritarlo a los cuatro vientos. Y que caiga quien caiga. Aunque ese alguien sean también ustedes.

Los asistentes aplauden e incluso un par –que sospecho que son mis amigos–, chiflan en señal de algarabía. Pero la entrevista no ha acabado.

–Hay alguien más que quiere decir unas palabras –mi editor me regresa a ver en gesto de preocupada complicidad. Sé de quién se trata y mi corazón se detiene por segunda vez en la jornada. Me calmo enseguida porque sé que lo que vendrá a continuación hace rato que está fuera de mi control. Asiento en silencio–. Entreguémosle el micrófono, por favor.

La pasante se acerca con el micrófono inhalámbrico hasta el dintel de la puerta, la persona que lo toma en su mano apenas se mueve, apenas se incorpora. Mantiene su pose de suficiencia, con la espalda arrimada al marco. Acerca el aparato a su rostro y dispara:

–Hola, Galatea –su voz ligerísima y grave retumba entre las cuatro paredes abovedadas de la sala de lectura. Nadie parece anticipar de quién se trata.

–Hola, Alekséi –se escucha un murmullo in crescendo, la gente regresa a ver, aturdida, buscando a la voz masculina misteriosa que reverbera entre las cuatro paredes de la sala. Al fin dan con la persona que habla, y todos dirigen, sin ningún disimulo, sus rostros y la mitad de sus cuerpos en dirección al dintel de la puerta.

Fiel a sus aletargadas maneras, Alekséi se toma unos segundos –que me parecen eternos– antes de contestar:

–Aquí me tienes –dice. Y puedo ver su mano libre abierta, como si quisiera graficar sus palabras, en gesto de entrega–. Vine a ponerle el pecho a las balas.

Sé que las cámaras nos están apuntado, y sé también que este acontecimiento inesperado se está transmitiendo en vivo y en directo, ahora a más de setecientas personas. Por tanto, perder la compostura no es una opción.

–He venido desarmada –le digo. Y emulo también su gesto de manos abiertas, para que se sepa que no porto ningún arma (metafóricamente hablando)–. No me quedan más balas para ti.

Pretendo que este diálogo se convierta en todo lo poético que pudiera llegar a ser un desencuentro entre artistas.




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