Una musa para dos

66 | La Jefa

Una mujer joven, de unos treinta y tantos, quizás, interrumpió mi tren de pensamiento. Se trataba de la dueña de la Galería, Estela Alcantos, historiadora del arte y personaje recurrente entre mis entrevistas. Nos saludamos con beso y abrazo y se comprometió a hacerme una visita guiada a la galería, no sin antes jalarme las orejas.

–Te esperábamos el día de la inauguración, Galita –me dijo, con tono parecido al de una madre regañona–. Tu presencia era capital en esta muestra.

–No fui invitada, Esty –le respondí, con toda la candidez de la que fui capaz–. Me enteré al siguiente día, en X.

–Qué raro –se preguntó Estela, mirando hacia el techo de zinc–. Alekséi se comprometió a enviarte la esquela personalmente.

–Eso explica muchas cosas –repliqué. Y Estela entendió inmediatamente, por tanto, zanjamos el tema.

–¿Te gustaría que te guiara por el recorrido?

–Preferiría hacerlo por mi cuenta, Esty. Si no te molesta.

–Perfecto –dijo ella, toqueteándome los hombros y los brazos–, supongo que necesitarás tu privacidad para apreciar lo que te espera.

Ya me estaba poniendo nerviosa con semejantes promesas. De modo que avancé.

Primero lo primero: Sala 1, los padres de Aleks, retratos juntos y por separados, óleos, dibujos a carboncillo y tintas. Nada del otro mundo, nada que un hijo solícito no haría por papá y mamá. No me sorprendió en absoluto.

El siguiente espacio fue mucho más interesante: Sala 2, Amaru. Retratos desde que era un recién nacido hasta nuestros días. El niño tendrá ahora unos ocho o nueve años, no sé. He perdido la cuenta. Como sea, Aleks hizo una exploración pictórica exhaustiva de la crianza de su hijo. Quien no le conociera, hasta hubiera podido afirmar que se trataba de un buen padre.

La tercera sala fue, de todas, la que me gustó menos. No por la calidad de las imágenes, que era óptima, como siempre. Sino por la temática: Sala 3, Ana Julia. Curioso que no hubiera elegido a Ana Karen (que yo sepa, el verdadero amor de su vida). Pero estoy elucubrando. De las tres salas visitadas, esta era la que menos retratos tenía. Y la mayoría de ellos la mostraban de cuerpo entero y en diversas actitudes domésticas: con Amaru en brazos calentándole el biberón, recostada en la cama junto al montón de ropa por doblar, con Amaru, de nuevo, intentando trabajar en sus ilustraciones, etc.

No pude evitar sentir una reverenda y cochina envidia por ella. Y me sorprendió este sentir, ya que yo jamás he querido ser madre, ni me atrae, ni mucho menos romantizo el trabajo doméstico de cuidado y no remunerado. Pero ahí estaba, deseando yo misma ser la madre del único hijo de Alekséi Galvés.

Creo que fue por eso por lo que aquella sala me gustó menos.

En fin, para cuando me adentré a la cuarta sala, había supuesto que el orden de influencia de los Amigos entrañables de Alekséi se hallaba en estricto orden jerárquico, por lo que su mejor amiga debería estar última en la cola y, probablemente, para entonces, ya le habría cogido a un Alekséi algo cansado de pintar, una y otra vez, a su gente más cercana.

Tampoco se crean que soy una estúpida ingenua. Por supuesto que sabía que la bendita sala dedicada su “mejor amiga” (así, entre comillas), se trataba de mí. O sea, vamos, que no era ninguna sorpresa. Pero lo que sí quería ver –o, mejor dicho, no quería– era la imagen que proyectaba yo a ojos de mi Aleks. Tenía miedo de que no se pareciera a lo que yo misma pensaba de mí. Al menos, en ese preciso momento.

Así que entré con menos curiosidad que temor, y lo que encontré en ella me resulta hasta ahora difícil de describirlo con palabras, pero haré el intento: Sala 4, Galatea. En la pared opuesta a la entrada se hallaba, al igual que ocurrió en Coexistencias, la pintura principal que, de cierta manera, opacaba intencionalmente a todas las demás.

Me acerqué a ella compelida por una especie de magnetismo que llamaba la atención por sus azules lapizlázuli y sus rojos monárquicos, a la usanza de las pinturas señoriales del Renacimiento.

Se trataba de un enorme óleo sobre lienzo de 1,5 x 2,0 metros. En él, me reconocí sentada en el taburete maldito ese en el que me tuve que sentar la noche fatídica en la que hicimos el amor por única vez, para que luego Alekséi me despachara de su casa como lo habría hecho con un zapato viejo. Estaba reclinada hacia el descanso de la ventana, con los brazos cruzados apoyados en él, y mi barbilla apoyada también, a su vez, en mis brazos.

Miraba por la ventana con tristeza, una ventana negra, iluminada apenas por la luz de las farolas.

Alekséi había captado, de alguna manera, esa pose de infinita tristeza en la que me coloqué para esperar a un Uber que no llegaría porque yo no lo había llamado, en primer lugar. Sino él.

El título del cuadro fue como un cachetazo final a la cara: La Jefa.

A sus costados, una serie de estudios menores del retrato, hechos a lápiz, a carboncillo, con sepia, con acuarela, con tinta, tal vez uno que otro con acrílico, etc.

En las paredes contiguas, sin embargo, se hallaban pinturas con otros temas y títulos: La Jefa sentada en su pupitre, La Jefa intentando escalar la roca, La Jefa caminando temerosa por la calle, La Jefa tomando el Edén-San Pablo, La Jefa, La Jefa, La Jefa.




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