Una musa para dos

70 | Flâneuses

–¿Qué vas a hacer después del evento? –me preguntó Alekséi, un tanto agitado, porque parecía que había venido corriendo hacia mí desde donde quiera que se encontrara.

–No sé –le dije. Y no mentía–. Supongo que ir a almorzar con mi familia.

–Escápate conmigo –respondió. Y debí necesitar que me lo dijera una segunda vez, porque no entendí la primera, pero no se lo pedí–. Necesito llevarte a un lugar. Solo los dos.

La respuesta habitual que una mujer como yo le habría dado hubiera sido algo así como: «No puedo dejar plantada a mi familia, Aleks, lo siento. Otra vez será». Pero tanto él como yo sabíamos –y especialmente yo lo sabía más que nadie en este mundo– que no había nada parecido a un “otra vez”. Que esta, esta era la oportunidad de estar a solas con Aleks una vez más. Quizás la última, para por fin dejar cerrando para siempre esta historia.

De modo que respondí lo que correspondía con la fidelidad que me tengo a mí misma:

–Por supuesto. Dame un momento en lo que hablo con mis padres.

Aleks se quedó ahí, plantado como un roble, esperando que me desocupara, observándome mientras me acercaba, dubitativa, en dirección a mi familia. Sabía de sobra que no se la iban a tomar de buena manera.

–Necesito hablar con Alekséi sobre un asunto muy importante –les expliqué con seriedad. Y, nuevamente, no estaba mintiendo–. ¿Será que podemos posponer el almuerzo para la cena?

Mi madre no pudo ocultar su cara de decepción y mi padre ni siquiera se molestó en disimularla. Pero ninguno de los dos se negaría a mi petición. Sandy tampoco. Sandy sabía que aquella dilación era necesaria. Indispensable para sanar mis heridas. Ella fue la primera en abrazarme y desearme suerte.

–No te guardes nada –me dijo al oído–. Que lo sepa todo, y que duela lo que tenga que doler.

La abracé también con fuerza y la besé en la sien, para luego despedirme con un abrazo y un beso de mis padres y mi tía.

–Avísanos si nos encontramos ahora o lo dejamos para mañana, hija –padre, que había leído también mi novela, comprendía que mi historia con Alekséi necesitaba un cierre. Y no iba a interferir tampoco en mi camino–. Espero que te comportes a la altura.

Asentí en silencio porque no era capaz de prometer nada. Y a mi madre tampoco.

–Que Dios te bendiga, hijita –y aunque yo no soy creyente, juro que esa bendición me cayó del cielo. Porque me hacía falta–. Y avísanos cuando te desocupes.

Solucionado el primer problema, me dirigí de nuevo hacia Alekséi, y noté que no estaba solo. Su acompañante estrella se hallaba con él.

–Te presento a Amaru –aquel pequeño niño, un calco mixto entre Aleks y Ana Julia, con los ojos de ella y la sonrisa de él, me miraba desde abajo, con una media sonrisa serena y la entereza de un adulto que me recordó vagamente a su padre–. Amaru, ella es Galatea, La Jefa.

–Buenas tardes –Amaru me extendió tímidamente su mano y yo le correspondí con delicadeza.

–Mucho gusto, Amaru –le hubiera dicho que su padre me había hablado mucho de él, pero le hubiera mentido. Y yo no les miento a los niños–. Es un gusto conocerte por fin.

–Debo conversar con La Jefa sobre un asunto muy importante –era la primera vez que veía a Aleks ejerciendo su tarea de padre. Y la verdad es que me resultó un tanto extraño, pero en el buen sentido de la palabra–. Regresaré para la cena.

Amaru asintió en silencio y se despidió de ambos. Luego, regresó solo hacia donde se encontraban sus abuelos. Lo seguí con la mirada y me encontré con la mirada del señor Galvés padre, que me saludó de lejos, agitando su mano.

Me alegré sobremanera de que me hubiera reconocido.

–Y bien –le dije a Alekséi, una vez que nos quedamos solos–. ¿A dónde vamos?

–Vamos a ir de flâneuses, como en los viejos tiempos.

Si Aleks me hubiera propuesto que escalásemos el Everest juro que me habría sorprendido menos.

–Pues, ¡vamos! –creo que mi entusiasmo por recordar el pasado me jugó en contra. Porque fue imposible ocultar mi emoción.

Salimos a paso rápido, como era nuestra costumbre, en la dirección en la que Alekséi me llevara. Afortunadamente, mi calzado bajo ayudaba a la labor de caminantes sin rumbo, que es, más o menos literalmente, el significado de la palabra flâneur.

Aleks se veía entusiasmado, con sus gafas oscuras, las de siempre, las que usaba con mismo modelo desde hacía veinte años. Yo, por mi parte, también con mis gafas de sol, anduve junto con él a través de la Plaza Mayor, rumbo a la calle principal que nos sacaría del centro histórico en más o menos unos veinte minutos.

–¿Y te puedo preguntar hacia dónde vamos? –me atreví a decir, a sabiendas de que su contestación no sería ni por asomo la que yo esperaba.

–Es una sorpresa. Ya lo verás.

Fiel a su performance de artista del misterio, abandonamos el centro histórico rumbo al parque de La Alameda. Esta vez sí que lo atravesamos de norte a sur, sin esquivarlo, tomando como partida uno de los varios senderos de piedra que nos guiaron por árboles milenarios, lagunas de aguas pútridas en las que las canoas de los amantes chapoteaban al sol, vendedores ambulantes, ladrones que decidieron sabiamente no asaltarnos, personas de la calle, estudiantes recostados, leyendo o besándose, familias enteras descansando en los potreros a medias verdosos y a medias amarillentos, a la sombra de los árboles que les acogían.




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