Una navidad con el Alfa

Capítulo 1.

Estamos a unas horas de que sea 24 de diciembre, o más conocido: Navidad.

Si me preguntan si es especial, lo es… aunque, para mí, ya no tanto. Desde que llegué a Fairbanks, Alaska, se volvió un día más.

Lejos de mi familia, lo paso con una taza de chocolate caliente y unas galletas caseras, mientras la nieve golpea los ventanales. Debería festejar con ellos, pero en Año Nuevo nos reunimos todos.

Además, prefiero trabajar más ahora, así disfruto tranquila después, sin pacientes esperándome al volver.

Hace seis meses que vivo acá. Fui contratada por una empresa que buscaba especialistas en comportamiento animal. Estoy lejos —muy lejos— de casa, pero lo vi como una oportunidad: un cambio, un nuevo comienzo.

Ser veterinaria no es una elección… es una certeza. Desde que tengo memoria, amar y cuidar animales está en mi naturaleza.

—Doctora Rivas, llegó una nueva paciente —me avisa Anne, mi secretaria, mientras acaricio a un encantador husky de ojos azules. Es el paciente más tranquilo que he tenido hoy.

—Ya estoy terminando —respondo, sonriendo.

—Les diré que en media hora los atenderás.

—Gracias, Anne.

Terminó de vendarle la pata izquierda. Su dueño me contó que se cortó con una botella rota en el parque.

—Buen trabajo, chico —murmuró, acariciando su pelaje espeso. Su cola se agita de un lado a otro, y ese gesto simple me arranca una sonrisa.

Fin de mi turno. El reloj marca las 20:13 Recojo los guantes de látex y dejó las vendas en su lugar. El olor a desinfectante todavía flota en el aire, mezclado con un poco de pelo de perro y olor a café que Anne siempre toma aunque diga que lo odia.

—Podés irte, Anne. Yo cierro —le digo mientras reviso el horario de los turnos para el lunes.

—¿Segura? Todavía falta acomodar la zona de curaciones.

—Vete. Ya es tarde, y tenés familia que te espera.

Me sonríe, con ese gesto amable que tiene desde el primer día que la conocí. Desata su cabello rubio y se acomodo la ropa que lleva puesta.

—Gracias, doctora. Que tenga buena noche. Y… feliz Navidad.

—Igualmente, Anne.

La puerta se cierra detrás de ella y la clínica queda en silencio. A veces miro alrededor y todavía me cuesta creer que esta veterinaria sea mía. Pequeña, sí, pero llena de vida. Cada foto en la pared, cada caja de galletas para los animales, cada detalle lo elegí yo. Es mi refugio. El único lugar donde el silencio no me pesa, porque sé que en cualquier momento puede llenarse de ladridos, ronroneos… o de alguna historia nueva que salvar.

Ese silencio particular que solo existe en invierno, donde todo parece pausado, como si hasta el tiempo se acurrucara para no tener frío.

Camino entre las camillas, apagando las luces una por una. Las sombras se alargan sobre el piso blanco y por un momento me quedo quieta, escuchando.

El tic tac del reloj, el sonido del viento contra el vidrio, y el murmullo lejano del tráfico que ya empieza a apagarse.

Nada fuera de lo normal.

Hasta que lo escucho; Un golpe seco, proveniente del callejón lateral.

No demasiado fuerte, pero lo suficiente para que el corazón me dé un salto.

Me asomo por la ventana, sin ver mucho: solo la nevada espesa cayendo, y el resplandor anaranjado de un farol parpadeante.

Podría ser cualquier cosa… una tapa de basura, un gato, incluso el viento.

Pero algo en mi pecho se tensa.

Y esa parte de mí —la que nunca deja de querer ayudar, aunque sea imprudente— me obliga a agarrar la linterna que está en el cajón y acercarme a la puerta trasera.

—Solo voy a echar un vistazo—murmuró en voz baja, ajustándome la bufanda antes de salir.

El aire helado me golpea en la cara, cortante, con ese aroma a nieve y a algo que no logro identificar. Comida, tal vez. Mi estómago gruñe.

No hay nada me parece. Estoy por volver a entrar cuando lo escuchó otra vez.

Un sonido bajo, como un gemido.




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