Una navidad con el Alfa

Capítulo 2.

—¿Hay alguien ahí? —pregunto, dudando de si quiero realmente una respuesta. Debería estar en mi sofá, bajo una manta. Debería, pero ya estoy a mitad de la noche, afuera, revisando el sonido que acaba de sonar. El ruido no fue un trueno, fue algo sólido.

—¿Gatito? —susurro, sintiéndome estúpida.

Nada. Solo el viento silbando frío y la nieve crujiendo bajo mis botas.

Hasta que la luz de mi linterna se detiene en algo grande y oscuro, tirado a pocos metros de la puerta trasera de la clínica.

Mi cuerpo reacciona antes que mi cabeza. Corro hacia ahí y me arrodillo.

Un hombre.

Está inconsciente, medio enterrado en la nieve. La ropa está rasgada, con jirones de tela congelados, y la piel expuesta se ve amoratada y marcada. Las manos están manchadas de una sangre oscura que parece casi negra bajo la luz.

Y, por un segundo, creo que el corazón se me detiene. Siento un pulso helado en el pecho.

Dios.

Lo conozco.

Lo vi varias veces en la carnicería del pueblo, siempre acompañado de un niño pequeño con el mismo cabello oscuro. Nunca supe su nombre, pero todos lo llaman “el vecino solitario”. Vive a unas pocas calles, más cerca de los límites del bosque que del centro. ¿Qué demonios hace este hombre, al borde de la hipotermia, tirado fuera de una veterinaria?

—Dios mío… —susurró, mi aliento un vaho de miedo y frío. ¿Cómo…? <<Por favor, que esté respirando>>. —No sé qué demonios hacer con un cadáver..¡Respira!

Sus pestañas se mueven apenas, y en ese instante sus ojos se abren lo suficiente para que la linterna refleje un destello extraño, rápido... ¿Dorado?

—Mierda... —jadeo.

Está vivo.

—Ayú... dame —Su voz es apenas un raspado gélido.

Me obligó a actuar. El pánico se apaga, dando paso a la adrenalina pura.

Lo agarro por debajo de los brazos. Es un peso muerto y pesado; mi espalda protesta de inmediato. Con el cuerpo entumecido por el frío, empiezo a arrastrarlo hacia la entrada. Cada centímetro es un esfuerzo brutal. La nieve se amontona bajo sus talones.

—Tranquilo… ya casi estamos. No te rindas ahora —Mi voz es tensa, cortante, pero no paro.

La veterinaria —mi pequeño refugio— se ve cálida desde afuera, pero la puerta es pesada. Empujo el hombro contra la madera y, con el cuerpo del hombre colgando, consigo meterlo y cerrar de golpe con el pie.

Lo dejo caer sobre la camilla, la misma donde horas atrás curé un corte en el husky de la señora Gable.

Sus ropas están empapadas y heladas; son un peligro de hipotermia.

Empiezo a cortarlas con las tijeras quirúrgicas con cuidado para revisar las heridas.

Y lo que veo me deja helada.

No son cortes comunes. Son tres surcos profundos y curvos, como desgarros, que se extienden desde su hombro hasta su costado. Parecen hechos por algo con... ¿Garras?

Mi respiración se agita. El aire se atasca en mi garganta.

¿Un oso? No, imposible, no en esta zona del pueblo...Los coyotes no harían esto.

—¿Qué te pasó? —murmuro, empapando una gasa en antiséptico y presionándola en el surco más superficial—. Debo llamar a emergencias. A la policía. Si hay un animal suelto... debo...

Él se mueve de golpe. Un gruñido bajo, ronco, casi inhumano, sale de su pecho. Me aparto un paso, el corazón a mil. Su respiración se vuelve irregular, jadeando como si estuviera a punto de ahogarse.

En ese instante, lo escucho pronunciar apenas, con los dientes apretados:

—No. Tú. Cúrame.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.