Una navidad con el Alfa

Capítulo 3.

No sé cuánto tiempo pasa. Solo miro su respiración. Va tan mal que siento el pecho tenso cada vez que parece que se va a detener.

—Tenés que quedarte despierto… por favor.

Él abre los ojos un poco. No ve claro, pero siento que me mira. O intenta enfocar en mí.

Estoy por revisar otro corte cuando, de golpe, levanta el brazo, lento, y me agarra la muñeca.

—Ey —susurro—. Pará. Estás muy herido.

Pero no me suelta. Solo guía mi mano. Me lleva directo a su costado, justo donde la piel está roja y tensa. Su respiración se descontrola cuando aprieto sin querer.

—¿Acá? ¿Es ahí? —pregunto.

Él asiente. Aprieta los ojos, como si el dolor lo estuviera doblando por dentro.

Paso mis dedos despacio, buscando. Y ahí está.

Un borde frío.

Duro.

Puntiagudo.

—¿Qué es esto…? —murmuro. Está metido en el borde de uno de los cortes, como una esquirla.

—Sacalo —gruñe. Apenas un ruido.

Un escalofrío me recorre entera.

Agarro la linterna. Lo que veo en la herida es un trozo chiquito y fino. Brilla. Es plateado. Plata. Literal.

Siento que el estómago se me da vuelta.

¿Plata?

¿Quién pelea con plata?

—No me digas nada —murmuro, más para mí—. Ya sé. Este día es una locura total.

No hay tiempo. Agarro las pinzas, respiro hondo y tiro. Con fuerza.

Él se tensa entero. Suelta un grito ahogado.

—Ya sale, aguantá —digo, controlando mi propia respiración.

El metal sale de golpe, manchado de sangre. Es una astilla de plata.

En el acto, todo cambia.

El hombre se relaja, como si le hubiera sacado un peso inmenso. Su piel, que estaba helada, se vuelve caliente al instante. Su respiración se estabiliza de golpe.

Deja de temblar.

—¿Estás… bien? —pregunto, dando un paso atrás. Mi cabeza no lo procesa.

Él abre los ojos. Están perfectos.

Fijos en mí.

Ámbar. Intensos.

Se incorpora despacio. Sin una sola mueca de dolor. No debería moverse así de rápido.

—No te levantes —ordeno, aunque mi voz tiembla—. Necesitás ir a un hospital.

—Ya estoy bien —responde. Su voz es grave, firme, totalmente distinta de hace un minuto.

Baja de la camilla. Casi no se tambalea.

Agarra la chaqueta rota y se la pone sin problema.

—Gracias —dice. Me mira otra vez. Esa mirada me deja muda. Es una advertencia. Silenciosa. Inconfundible.

—Pero… ¿a dónde vas? —pregunto.

—A casa.

—Estás loco, no podés caminar.

Él inclina la cabeza, sin cambiar la expresión.

—Puedo. Gracias. Y por favor… que esto quede acá. Entre vos y yo.

Antes de que pueda frenarlo, o siquiera reaccionar, abre la puerta y sale a la nieve. Ni siquiera mira atrás.

Se pierde entre las sombras.

La puerta queda abierta, dejando entrar el viento frío.

Y yo quedo ahí, parada, con las manos temblando…

y ese pedazo de plata ensangrentado sobre la camilla.

No entiendo nada.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.