Una navidad con el Alfa

Capítulo 4.

Duermo. Pero no es un sueño tranquilo.

Me despierto varias veces con la imagen del fragmento de plata brillando bajo la luz de mi cocina. Y con la sensación helada de que él se desploma en la nieve después de salir de la clínica.

¿Cómo se curó tan rápido? ¿Y por qué me pidió que lo callara? ¿Que quedará entre los dos?

Fui su cómplice. Yo saqué esa maldita plata.

Trato de convencerme: debe haber llegado bien. Pero la preocupación me muerde desde adentro, insistente, como si mi cuerpo supiera algo que mi cabeza todavía no acepta.

Afuera sigue nevando cuando preparo un café. Estar acá en Fairbanks me encanta. La nieve siempre fue mi sueño. Fue un gran cambio dejar mi casa, pero siento que es una gran decisión.

Tomo un sorbo y observo la taza temblar apenas entre mis manos.

¿Y si no llega? ¿Y si se desmaya antes de entrar a su cabaña? ¿Y si su hijo está solo, durmiendo, sin saber nada de esto?

Esa imagen me perfora. No lo conozco, no debería importarme tanto. Pero me importa. Sé que no voy a poder estar tranquila hasta que vea con mis propios ojos que está bien.

Dejo la taza. Agarro mi campera más gruesa, los guantes y el gorro.

—No es tu problema… —murmuro. Pero aún así salgo directo para su casa.

La nieve me llega a los tobillos mientras avanzo. Me cubro la cara con la bufanda, pero sigo caminando.

Ya reconozco las cabañas. Llego rápido a la suya. O eso parece.

Es más pequeña de cerca, con un pino al costado lleno de nieve. Una chimenea apenas humea. Eso me tranquiliza… un poco.

Paso frente a una camioneta vieja estacionada. El motor está frío, así que no se movió de acá. Apoyo la mano en la baranda helada de la galería y subo los dos escalones. La madera cruje bajo mi bota.

No es fuerte, pero el ruido basta.

Acomodo mi bufanda, respiro hondo, y levanto la mano para tocar la puerta.

No llego.

La cerradura gira del otro lado. La puerta se abre un segundo después, como si él hubiese estado pegado a ella.

—¿Veterinaria? —pregunta, sorprendido.

Se queda quieto en el marco. Está… Bien. Es atractivo, no lo niego. Anoche casi no podía sostenerse. Hoy tiene la espalda recta, el pecho subiendo y bajando normal, la piel cálida, sin rastro de palidez.

Nada en él parece herido. ¿Acaso fue un sueño?

Mis ojos bajan al lugar de la herida.

No se marca nada bajo su camiseta simple.

—Yo… —trago saliva. Carraspeó— Solo quiero asegurarme de que llegás bien.

Él me observa un segundo más de la cuenta.

Su mirada es intensa, pero tranquila. Menos salvaje que anoche. Casi… cálida.

—Estoy bien —dice. Su voz es firme. Demasiado firme para alguien que perdió sangre.

—¿Seguro? —pregunto escaneandolo — Porque estabas muy mal. No era solo una caída, tu herida era…

—Lo sé —me interrumpe, suave, pero con un dejo extraño.

Silencio.

Esa clase de silencio donde yo quiero respuestas, y él no quiere darlas. Vamos a estar en un círculo.

Y entonces, una vocecita interrumpe detrás de él:

—¡Papá! ¿Quién es?

El niño aparece, en pijama azul de renos. El pelo negro despeinado, los ojos ámbar que brillan con luz propia.

Cuando me ve, sonríe.

—¡La señorita que te ayudó!

El pequeño sabe de mí. Él baja la mirada, apenas avergonzado.

—Sí. Ella.

El nene corre hacia mí, me toma la mano con naturalidad.

—¿Querés pasar? Tenemos galletitas. Dale, papá dile que pase. Quiero que alguien más pruebe mis galletitas.

Mi corazón se ablanda. Es imposible decirle que no. Miro al hombre, esperando que diga que no él, porque yo no lo haré. Pero él sostiene mi mirada un segundo largo.

Y asiente.

—Podés pasar si querés.

No sé por qué acepto. Quizás el nene. Quizás porque necesito ver con mis propios ojos si de verdad está bien. Quizás porque algo en mi pecho late de un modo extraño.

Entro.

La cabaña está cálida, iluminada por las luces suaves del árbol. El olor a chocolate caliente llena el aire.

El niño corre a la mesa.

—Hice galletitas para papá, pero podés comer también ¿No, papá? —dice orgulloso.

—Por supuesto. Son las mejores.

Él lo mira con una ternura silenciosa, tan profunda que me desarma. Me doy cuenta de algo: La forma en la que mira a su hijo es lo único que no intenta ocultar.

—Este....Gracias por venir —dice él, apoyándose en la mesa.

—Solo quiero saber si estás vivo. Digamos que la situación no fue...normal.

Él sonríe apenas. Una media sonrisa que no dura mucho.

—Ya te dije que estoy bien.

—Demasiado bien —me sale sin pensarlo. Carraspeo nerviosa.

Él baja la mirada un instante… y cuando la vuelve a levantar, algo en sus ojos cambia. No sé qué es. No sé cómo explicarlo. Pero lo siento. Como un temblor interno que responde al mío. O quizás la navidad está afectando a mi sistema nervioso.




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