Una navidad con el Alfa

Capítulo 5.

Una manito tibia se aferra a la mía con fuerza. El pequeño tira de mí con entusiasmo, como si me conociera desde siempre. Me guía hacia el sillón, y recién cuando me siento —hundida en los almohadones suaves que huelen a hogar— me suelta, como si estuviera haciendo un trabajo muy importante.

—Acá es cómodo —me informa con un orgullo enorme, como si él mismo hubiera construido el sillón.

La cabaña entera es cálida. Una calidez que no viene solo de la chimenea, sino del olor a madera, del murmullo del fuego, de la luz amarilla que ablanda la sombra de las paredes. Afuera la nieve se estampa contra las ventanas con furia.

El pequeño se trepa al sillón y se sienta a mi lado, pegadito, como si ya fuera algo natural.

—Yo me llamo Teo Jack Wilde. Mi papá se llama Alden Wilde—dice con la sonrisa más linda que vi en días. Tiene los ojos color ámbar oscuro, enormes, brillantes… demasiado parecidos a los del padre. —¿Vos cómo te llamás?

—Camila Rivas.

—Camila —repite, saboreando el nombre. Sonríe mostrándome sus dientes blancos—. Te voy a decir Cam. ¿Te gusta Cam?

Sonrío sin poder evitarlo.

—Me gusta.

Teo asiente como si acabáramos de firmar un contrato importantísimo.

—¿Vos trabajás con animales, no? —pregunta de golpe y demasiado rápido habla—. Porque vi que tenés olor a perro. Y a gato. Y a… ¿conejo? ¿Tenés un conejo? Yo quiero un conejo, pero papá dice que todavía no porque me olvido de regar las plantas.

Me río bajito.

—Soy veterinaria, sí. Y no, no tengo conejo. Pero atiendo varios.

—¿Y sabés curar todo? —pregunta, abriendo mucho los ojos—. ¿Todo todo? ¿Hasta si un perrito se traga una media? Porque yo una vez me tragué un botón y no me morí.

—Teo —dice su padre desde la cocina, con una mezcla de resignación y cariño.

Aparece unos segundos después. Se apoya en el marco, sosteniendo una taza y observándonos, con ese aire de hombre que no habla mucho pero mira todo.

Tiene el cabello negro, un poco desordenado, y esos ojos ámbar que parecen derretirse con la luz del fuego. El corte de la herida en su cadera asoma apenas bajo la remera levantada; se nota que aún le duele.

—Le gusta contar cosas —dice él en voz baja.

—Hablar —lo corrige Teo—. Me gusta hablar.

—Sí, eso —responde el padre con un suspiro.

Él hace un gesto hacia la mesa.

—¿Querés algo caliente? Se está poniendo peor afuera.

Teo lo mira con expectativa.

—¿Le traemos la chocolatada, papá? Como la de los invitados.

—No tenemos invitados, Teo.

—¡Pero ahora sí! —dice él, como si fuera la cosa más obvia del mundo.

Sin esperar respuesta, baja del sillón y corre hacia la cocina. Escucho cajones, pasos, ruido de tazas, un pequeño caos.

El padre se pasa una mano por la frente.

—Perdón, no sabe estar quieto.

—Me gusta. Me recuerda a mi.

Él levanta la vista. Y ahí está otra vez ese agradecimiento silencioso, ese gesto mínimo que calienta más que la chimenea.

<<Tranquilízate, Camila. Recién lo conoces>>

Teo regresa con una taza entre las dos manos, cuidándola como si llevara oro.

—Para vos, Cam.

La taza está tibia, huele a chocolate y vainilla.

—Gracias, tesoro.

Se sube al sillón otra vez y me observa como si fuera la televisión.

—¿Vivís sola? ¿Tenés amigos? ¿Tenés novio? ¿Tenés perro? ¿Tenés frío? ¿Querés una manta? Tengo muchas. Mi papá guarda las mantas porque yo siempre entro a la casa con nieve en las botas y ensucio todo.

—Teo —repite el padre, pero esta vez su voz tiene un toque de risa.

—Es que quiero saber —dice él, completamente honesto—. Me caes bien. No hueles mal.

—¿Que...?

—Sí—dice, con una sonrisa enorme—. Sos buena. Se te nota. Tenés cara de buena. Y tú pelo es cool, mi color favorito es el rojo.

Qué niño más perfecto. Y parlanchín.

Afuera, la nieve golpea más fuerte.

La cabaña parece latir con su propio corazón. Teo me mira con emoción contenida, como si fuera a revelar un gran secreto.

—Cam…

—¿Sí?

—¿Querés pasar la Navidad con nosotros? —pregunta de golpe, sin pensarlo. La bebida casi se me va por el camino equivocado—. Porque papá cocina rico y hacemos casita de jengibre y jugamos a adivinar huellas en la nieve. Y la anterior navidad la pasamos solitos, y papá se puso triste, aunque no llora nunca. Salimos al bosque...

Alden respira hondo.

—Teo…

Pero el niño solo me mira.

Esperando.

Esperando de verdad.

Y mi corazón… mi corazón empieza a derretirse.




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