Una navidad con el Alfa

Capítulo 7.

Sigo a Teo hasta el arbolito, que está en una esquina del living. Es grande, casi del tamaño de su padre, blanco, esponjoso, lleno de luces cálidas y adornos desparejos. Algunos están demasiado arriba —obra del papá—, y otros cuelgan torcidos o aplastados —obra evidente de Teo—.

Frente al árbol, hay una pequeña “carpita” hecha con dos mantas y una almohada, como su mini refugio navideño. A los pies, cinco regalos envueltos en papeles distintos, ninguno demasiado prolijo, lo cual me enternece aún más.

—La estrella va acá arriba —dice Teo, señalando con el dedo como un general dando órdenes—. Ponla tú, Cam.

—¿Qué? No, cariño. Es tu árbol. Te ayudo si querés.

Teo niega con la cabeza.

—En nuestra familia es tradición que si hay una mujer en la Navidad, ella debe colocar la estrella.

—¿Sí?

El papá se detiene detrás de nosotros, brazos cruzados, observando. Quizás asegurándose de que no rompa nada… o quizás porque le interesa verme acá. No sé.

—¿Querés subirte a la silla?

—Puedo —respondo, aunque dudo. No quiero quedar como una torpe delante de ambos.

Teo trae una silla arrastrándola por el piso, haciendo un ruido espantoso que me da risa.

—Listo, Cami. Te sostengo por si te caés.

Dios. Es tan tierno que me derrito de nuevo. Me subo. La estrella es liviana, plateada, con un borde abollado. Teo la sostiene como si fuera un tesoro y me la entrega con muchísimo cuidado.

La coloco en la punta del árbol y, en cuanto la suelto, las luces parecen brillar un poquito más fuerte. O quizás es mi imaginación.

—¡Quedó perfecta! —grita Teo, feliz. Su entusiasmo me contagia.

Me bajo de la silla, pero antes de tocar el piso, el padre me toma suavemente del brazo para estabilizarme. Es un contacto mínimo… y una corriente cálida sube por mi estómago.

—Gracias.

Él solo asiente, aunque veo un destello extraño en sus ojos. Algo parecido a… orgullo. O alivio. O algo más que no sé identificar.

—Ahora tenemos que poner la mesa —dice Teo, agarrando mi mano como si ya fuera parte del equipo.

El padre suelta un suspiro resignado pero cariñoso.

—Dejala respirar, hijo —murmura, aunque no me quita la vista de encima.

La mesa está en el comedor, pequeña pero acogedora. Dicen que una mesa dice mucho de un hogar, y esta habla de vida real: un mantel rojo ligeramente arrugado, velitas cortas, platos de loza gruesa que claramente sobrevivieron a varias Navidades.

Lo ayudamos a acomodar todo. Teo insiste en decidir quién se sienta dónde. Me pone a su lado, al padre enfrente.

—Así te veo cuando abramos los regalos —dice.

No entiendo cómo alguien puede ser tan adorable sin esfuerzo. Mientras doblamos servilletas, el papá rompe el silencio:

—Hace mucho que no hay otra persona con nosotros en Navidad.

No es una confesión común. Lo dice sin dramatismo, con honestidad. Y por primera vez siento que me está dejando entrar a su mundo, aunque sea un centímetro. Me gustaría preguntar por la madre de este pequeño.

—Bueno —digo, acomodando una servilleta que no necesitaba acomodarse—. Me alegra estar acá.

Él me observa un momento largo. Y luego, muy suave:

—A mí también.

Mi pecho late un poco más rápido. Cuando ya terminamos todo, Teo aparece frente a mí con una corona de cartulina que claramente hizo él. Me la tiende.

—Cami, falta que te cambies. Es Navidad —dice, como si fuera obvio.

—Teo —interviene su papá—. Ella puede vestirse como quiera.

—Pero hoy es especial —responde Teo, mirándome con mezcla de ilusión y súplica.

Y sí… ¿cómo le digo que no?

—Voy y vuelvo —digo—. Me cambio y regreso antes de que empiece todo.

Teo festeja como si hubiera ganado una batalla.

El padre se acerca un poco, lo justo para que solo yo lo escuche.

—Si querés, te acompaño hasta afuera. Está nevando más fuerte.

Asiento.

El frío me golpea apenas al salir. La nieve cae en copitos densos, que hacen silencio al tocar el suelo. Él camina a mi lado, tranquilo, con las manos en los bolsillos.

—Gracias por ayudarlo —dice de repente—. Lo emociona mucho… tener compañía.

Me mira de reojo. La caída de nieve le ilumina los ojos, ese tono ámbar que no debería ser tan llamativo… pero lo es.

Llegamos a mi puerta.

—Vuelvo en nada.

—Tomate tu tiempo.

Su voz baja, cálida, se queda dando vueltas en mi cabeza incluso cuando cierro la puerta. En mi casa todo está en silencio. Decido darme un baño rápido, pero antes preparo un budín de vainilla y chocolate; tampoco iré con las manos vacías. Me cambio con apuro, pero sin descuidar los detalles: un vestido rojo sencillo, de manga larga, que me queda bien sin esfuerzo. Me pongo un poco de perfume, un abrigo, me miro al espejo y estoy lista para esta Navidad. Dejo todo cerrado, solo la luz de entrada encendida. Ya hablé con mi familia.

Respiro hondo y vuelvo a salir. Esta vez me voy en mi auto; ya casi es de noche y no deseo caminar. Cuando toco la puerta, es el padre quien abre. Se queda quieto.

Como si lo hubiera sorprendido una luz repentina.

Su mirada baja y sube lentamente, no de forma grosera, sino como quien aprecia algo que no esperaba.

—Te ves… —traga saliva— muy linda.

Siento calor en las mejillas pese al frío.

—Gracias. Traje un budín que preparé.

Él lleva una camisa negra, mangas arremangadas, jeans oscuros y el cabello ligeramente húmedo, como si se hubiera peinado a último momento. Se ve… demasiado bien.

Teo aparece detrás, con un gorrito navideño.

—¡Cami, volviste! —dice, corriendo a abrazarme.

—Volví —repito, riéndome.

El padre se hace a un lado para dejarme pasar.

—Listo —dice, cerrando la puerta detrás de mí—. La Navidad puede empezar.




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