Apenas entro, una oleada de calor me envuelve. La casa está tibia, iluminada con una luz suave, y el olor a carne asada flota en el aire como una caricia caliente después del frío de afuera.
Teo corre adelante mío y señala la mesa con los brazos abiertos, orgulloso.
—¡Mirá, Cami! ¡Ya está todo listo!
Mi mirada se desliza por la mesa. Pan recién cortado, tartas doradas, una ensalada fresca… En tan poco tiempo prepararon todo esto. Siento un pequeño nudo en el pecho. Hace mucho que nadie prepara algo así para mí.
—Espero que tengas hambre —dice Alden mientras deja el cuchillo—. Cociné bastante.
—Bastante —repito, medio riéndome—. Y yo únicamente traje un budín.
—Cam, sos nuestra invitada.
Le sonrío a Teo. Alden toma el budín y lo acomoda en la mesa como si fuera parte esencial del banquete. Luego me señala la silla. Me siento, agradecida.
Teo acomoda la servilleta sobre las piernas con una seriedad adorable. Alden sirve los platos y el ambiente se vuelve… acogedor. Un hogar en Navidad, algo que creí que había perdido para siempre.
—¿Te gusta la carne? —pregunta mientras corta.
—Mucho —digo sincera, mirando lo jugosa que está, rodeada de papas y verdura—. Huele increíble.
—Gracias.
Comemos en un silencio cómodo. Teo nos cuenta que armó una catapulta con palitos de helado y que casi rompe una ventana. Alden lo mira con una mezcla perfecta de resignación y orgullo. Esa conexión entre ellos me toca algo que no sabía que tenía tan sensible.
—¿Vos tenés mamá?
Alden le toca el hombro, suave.
—Hijo… eso no se pregunta así.
Trago despacio.
—No pasa nada —le digo, y es verdad—. Tengo papá y… una madrastra.
—¿Y tu mamá? —pregunta bajito, casi tierno.
Alden me sirve jugo sin que yo lo pida. Tomo un sorbo antes de responder.
—Falleció cuando yo era chiquita.
Teo asiente como si reconociera ese dolor.
—La mía también —susurra, tocando el borde del plato—. No me vio nunca con… con mis cosas.
Alden le acaricia el pelo, cálido, firme.
—Era una gran mujer —dice con una mirada que habla de amor y pérdida—. Y estaría orgullosa. Sabés que desde la luna te ve.
Teo sonríe, chiquito, y vuelve a comer de golpe, como si hubiera decidido que la tristeza dura poquito esta noche.
Cuando terminamos, el reloj marca las 22 hs. Teo se levanta con la emoción de siempre.
—¡Regalos!
Alden se ríe.
—Traelos, campeón.
Teo vuelve con un dibujo arrugado y me lo entrega. Lo abro despacio. Somos nosotros tres frente al árbol. Yo, con mi bata de veterinaria. Alden riéndose. El árbol lleno de estrellas. Una escena imposible, pero hermosa.
—Es hermoso —le digo, sintiendo que se me afloja algo adentro—. Gracias.
Teo entrega otro dibujo a su papá y luego corre a abrir los demás regalos. Alden y yo nos movemos al sillón, observándolo como si estuviéramos viendo un pequeño cometa saltar de un lado a otro.
—Tiene una energía infinita —comento.
—Siempre fue así —responde Alden, apoyando el brazo en el respaldo del sillón—. Vivíamos en una ciudad grande antes. No le gustaba. Se ponía inquieto, triste… Acá está mejor.
—¿Por el cambio?
—Por el espacio —dice, pensativo—. Por la libertad. Le hace bien. A veces siento que… lo necesita más que otros chicos.
No entiendo del todo, pero no es algo extraño. Cada familia carga sus secretos.
—¿Y hace cuánto viven acá?
—Tres años. —Su mirada se detiene un segundo en mí—. Fue una buena decisión.
Teo sube al sillón de golpe, haciéndome saltar.
—¡Cami! ¡Mirá! ¡Hace ruido!
Hace andar su auto por mi brazo y los tres reímos. La escena es tan cálida que por un momento olvido todo lo demás.
Hasta que pasa.
Teo baja del sillón para agarrar otro juguete. Cuando se inclina detrás del árbol, veo algo… raro.
Un temblor. Un destello oscuro. Una forma pequeña.
Peluda.
Rápida.
Como si su silueta… cambiara.
Parpadeo, el corazón golpeándome las costillas.
Un segundo después, Teo sale normal, con un juguete en la mano.
Me quedo rígida. Siento las manos frías pese al calor de la casa.
Alden me mira.
—¿Todo bien?
—Sí… sí —respondo, aunque no estoy segura de nada.
Teo se apoya contra mí, cansado, los párpados pesados. Alden sonríe.
—Creo que alguien no va a llegar a las doce.
Yo también sonrío, pero mis pensamientos siguen atrapados detrás del árbol.
En ese destello.
En eso que no debería existir.
En eso que, si digo en voz alta, me vuelve loca.
Quizás… demasiadas emociones afectaron mi sistema.
Quizás.
Pero sé lo que vi.