Después de la chocolatada, queda un silencio tibio entre nosotros. No es incómodo; es ese silencio blando que aparece cuando dos personas bajan la guardia al mismo tiempo. Me doy cuenta de que hablé demasiado, de que me abrí más de lo que suelo hacerlo con alguien que no conozco… y sin embargo, con Alden se sintió natural. Casi fácil.
El fuego chisporrotea en la estufa, lanzando destellos naranjas que se mueven en sus ojos. Afuera, el viento roza la ventana con un gemido áspero que me recorre los brazos como un dedo helado.
Alden toma mi taza y la suya, y se inclina hacia adelante con esa calma silenciosa que parece parte de él.
—¿Todavía tenés hambre? Porque yo sí.
—Creo que siempre tengo hambre —sonrío, rodando los ojos—. Vivo picando lo que encuentro entre guardias. Defecto profesional.
Él ríe bajito. Una risa suave, contenida, que le afloja los hombros y me calienta el pecho.
—Entonces esperá acá —dice poniéndose de pie.
Lo sigo con la mirada mientras se pierde en la cocina. Se mueve con una tranquilidad extraña, como si la casa reconociera sus pasos incluso en la oscuridad. Escucho el abrir de la heladera, el golpecito de un plato, el sonido de una bandeja moviéndose. Y enseguida… el aroma de la carne calentándose vuelve a llenar el aire.
Mi estómago gruñe. Fuertísimo.
—Eso responde la pregunta —se ríe desde la cocina.
Me cubro la cara.
—Perfecto. No escuchaste nada.
—Si vos querés —contesta, y ese tono tranquilo me saca otra sonrisa.
Vuelve con dos sándwiches enormes y se sienta a mi lado, dejando su distancia habitual. Respeta mi espacio sin que yo se lo pida. Le doy un mordisco enorme y cierro los ojos.
—Mezclar esto con chocolatada me va a destruir el estómago —digo con la boca llena—, pero vale totalmente la pena. Esto es ilegal.
—Si fuera ilegal, ya estaríamos presos —responde, serio, aunque la comisura levantada lo delata.
Comemos tranquilos. Él me escucha hablar de mis años estudiando, de las noches sin dormir y del olor espantoso del café quemado del hospital. Él me cuenta que cuando llegó a Alaska no sabía encender la estufa sin llenar todo de humo.
—Teo tosía y me miraba como si yo fuera un inútil —dice, riéndose ahora sí con sonido.
—Debe tener carácter cuando se enoja.
—No sabés. Es peor que su maestra.
Nos reímos. Y por un momento, la escena se siente… fácil. Cómoda. Como si nos conociéramos desde hace más tiempo.
Pero de repente el viento cambia. Ya no es un susurro: es un golpe seco, un latigazo frío contra la ventana. La casa cruje. El aire parece tensarse.
Alden levanta la mirada.
—Parece que va a empeorar.
—Sí… —murmuro, intentando sonar tranquila, aunque el sonido me aprieta el estómago.
Sigo comiendo, pero el viento me distrae. Hay algo pesado en la noche, como si la oscuridad tuviera volumen. Sin pensar, tomó el celular.
Y lo veo.
—¿Las dos de la mañana? —susurro.
Alden se sobresalta.
—¿En serio?
Se lo muestro.
—¿Cómo pasó esto?
—Nos quedamos hablando. Mucho —dice él.
Afuera, un golpe fuerte sacude la puerta trasera. Como si algo hubiera empujado desde afuera. Mi mano se tensa alrededor del teléfono.
—Creo que… debería irme —digo, aunque mi voz no suena convencida ni para mí.
No es que quiera quedarme. Pero tampoco quiero enfrentar ese viento negro que parece querer arrancar la casa del suelo.
Alden aprieta apenas la mandíbula. Un gesto pequeño, pero claro.
—No vas a manejar con este clima.
—Puedo caminar. No estoy tan lejos. Traje abrigo.
—No —dice, simple y firme—. No es seguro. El viento está levantando nieve. Podés perder visibilidad.
Me mira directo, pero sin invadir.
—Quedate en mi habitación. Tiene llave. La cerrás vos. Yo duermo acá, en el sillón.
Mi corazón late más rápido.
—No quiero que te sientas insegura —agrega—, pero tampoco voy a dejarte salir así. No me lo perdonaría.
Otra ráfaga golpea la casa. El vidrio vibra. Mi cuerpo sabe que sería una locura salir.
—No quiero molestar —murmuró—. Ya invadí demasiado.
—Camila —dice él con esa voz profunda que parece envolver—. No sos una molestia. Consideralo… equilibrar la deuda.
Niego.
—Perdón, pero no te conozco lo suficiente como para quedarme.
Él inclina apenas la cabeza. Comprensivo.
—Tenés razón. Por eso… dejame contarte quién soy.
Respira hondo.
—Soy Alden Wilden. Treinta y dos. Vivo acá con mi hijo de seis, Teo. Mi familia está en Riverdale. Me mudé hace un par de años. Todavía me acostumbro a este lugar. No soy muy sociable. Me cuesta confiar. Pero con vos… —me mira apenas un segundo— me sentí tranquilo. Y no lo digo porque me salvaste la vida. Teo vio algo en vos. Yo también.
Su honestidad me ablanda el pecho.
—Por eso quiero que duermas en mi habitación. Cerrás la puerta con llave. Yo me quedo acá. No voy a acercarme, no voy a molestar. Y si necesitás más tranquilidad, puedo darte mi licencia o mi identificación. Lo que quieras.
El viento golpea fuerte. La casa cruje. Y mi decisión se forma sola.
—Está bien. Me quedo. Muchas gracias—susurro.
Alden asiente despacio, como agradeciendo sin palabras.
Pasamos unos segundos en silencio… hasta que él inclina la cabeza con curiosidad tranquila.
—Ya que seguimos despiertos… ¿Puedo hacerte una pregunta?
—Obvio. Ya que me dejás quedarme.
—¿Qué te gusta hacer cuando tenés tiempo para vos? Algo tuyo. Y no vale decir “ser veterinaria”.
Me río, un poco avergonzada.
—Me gustan los acertijos. Cualquier cosa que encuentre. Soy pésima, pero me entretienen. Y hago sopa de letras todos los viernes.
Él arquea una ceja.
—¿En serio?
—Sí. Me ayuda a apagar la cabeza.
—Yo leo el final primero —dice, como quien confiesa un crimen.
—¡Eso es TRAMPA! —le apuntó con el sándwich.