Una navidad con el Alfa

Capítulo 11.

Estiró las piernas y tomó la manta, destapándome la cara. Me quejo al sentir una luz dándome de lleno en los ojos.

Abro los párpados y… no reconozco nada.

La pared de madera.

El perchero.

La manta gruesa sobre mis piernas.

Por un segundo, el pecho se me aprieta.

¿Dónde…?

Y ahí, como un click, vuelve todo.

La charla.

Las risas.

El viento golpeando la casa. El reloj marcando las tres y media. Alden dándome ropa cómoda, asegurándome que podía cerrar la puerta con traba.

Su “buenas noches” en voz baja, casi tímido. Yo cerrando la puerta desde adentro, por seguridad.

Exhalo.

Estoy en su habitación. Todo está bien.

Bueno… dormir en casa de un casi desconocido debería tacharlo de mi inventada lista de decisiones cuestionables.

Me siento despacio; la manta cae. Miro la ropa que tengo puesta: su remera gris, enorme en mi cuerpo, y un jogging negro que me queda cómodo de un modo… casi sospechosamente perfecto. Aunque es inmenso, y agradezco que me haya dado uno con hilo, porque este hombre tiene más piernas y glúteos que yo.

Sonrío sola. Se siente raro, pero lindo.

Afuera del cuarto escuchó un sonido suave, un golpecito rítmico. Y un olor…

¿Café? ¿Tostadas?

Alden debe estar despierto. Mi estómago gruñe.

Me saco el cabello del rostro, aunque mis rulos están en modo desastre total. Me levanto y camino hacia el pequeño baño que me indicó anoche.

Al prender la luz, el espejo me devuelve una versión más humana de lo que esperaba: piel un poquito hinchada por el sueño, ojos verdes entrecerrados, la cara redonda marcada por la almohada.

Mis rizos rojizos están revueltos. Necesito un cepillo. Y de dientes también.

—Buenos días, supongo —murmuro a mi reflejo, con una sonrisa chiquita.

Me lavo la cara; el agua fría me despierta del todo. Me seco con una toalla suave y trato de acomodar el pelo con los dedos, sin lograr mucho. Tampoco importa.

Vuelvo por el celular que está en la mesita.

14:23.

Tres notificaciones perdidas.

Una es de mi papá.

Justo cuando voy a desbloquearlo, suena.

Atiendo.

—Hola, pa.

—¡Cami! ¿Dónde estás? Intenté llamarte anocheSupuse que te levantarías tarde.

—Perdón… me quedé dormida. El clima acá está de loco. Y puse el celular en silencio.

No estoy mintiendo… del todo.

—¿Estás bien, Mimi? —pregunta, con esa mezcla de preocupación y cariño.

—Sí, sí. Todo bien. ¿Cómo pasaste Navidad?

Tranquilo. Sabés que no soy de festejar mucho. Pero hice videollamada con tus abuelos. Te mandan saludos —suelta un bostezo—Te llamaba para saber si viajás antes del 31 o ese día.

—Ese mismo día. Seguramente temprano. Tengo que dejar algunas cosas listas en la clínica.

Charlamos un minutito más. Tonterías.

Si desayuné, si mi casa es cómoda.

Nada importante… pero me calma. Es un pedacito de sentir que todavía me necesita en su vida.

—Te quiero, pa.

También, Mimi —responde como siempre—. Mandame un mensaje cuando lo tomes. Cuidate y abrígate, por favor.

Lo haré. Cuídate.

Corto.

Respiro hondo. Mi cuerpo está más despierto.

El olor a café y tostadas ahora llena el pasillo.

Quito la traba, abro la puerta y salgo. La casa está iluminada por la luz tenue de la mañana nublada. El viento todavía sopla afuera, aunque mucho más suave que anoche.

Camino hacia la cocina y lo veo.

Alden está de espaldas, en remera y pantalón cómodo, moviendo una sartén con una concentración exageradamente seria. Una nube tibia de vapor sube desde el fuego.

—Buen día… —digo despacio.

Él gira, y su expresión se suaviza al verme.

—Buen día. ¿Dormiste bien?

Asiento.

—Creo que sí. Gracias por… todo. Y por la ropa.

—Te queda bien —dice sin pensarlo, y enseguida aclara la garganta—. Digo… se nota que estás cómoda. Aunque sea el doble de tu tamaño. Y ya te dije que no hace falta agradecerme a cada rato.

Me río bajito.

—¿Te ayudo con algo?

—No. Ya casi está. Preparé café y tostadas. Te debo un desayuno decente después de la noche que te hice pasar.

—No me la hiciste pasar vos —corrijo—. Fue el clima.

Alden asiente, pero su mirada se queda en mí un segundo más. Como si comprobara que realmente estoy bien.

—¿Y Teo? —pregunto.

—Todavía duerme. Pero debería despertarlo. Con este olor seguro ya está abriendo un ojo.

—Si querés, puedo avisarle yo —digo, mirando la sartén—. En algo puedo ayudar.

Alden sonríe apenas. Una sonrisa cálida, confiada.

—Su puerta está entreabierta. Si querés, adelante. Aunque es un poco quisquilloso.

Asiento y camino hacia el pasillo.

La puerta está apenas abierta, tal como dijo.

Doy un golpecito suave.

—¿Teo…?

Empujo la puerta con cuidado. La habitación está en penumbra, demasiado oscura para distinguir algo más que siluetas difusas.

Frunzo el ceño. Pensé que estaría despierto… o al menos moviéndose.

—¿Teo? —repito en voz baja.

Nada.

Creo que debe estar dormido. ¿Debería dejarlo? No tengo idea de qué hacer en esta situación. No tengo hijos ni hermanos pequeños como para saber cómo despertar a un nene de seis años.

Alden dijo que debería despertarlo.

Así que… son órdenes de su padre.

Un cosquilleo inquieto me sube por la nuca. Camino despacio hasta la ventana, procurando no hacer ruido. Agarro la cortina… y la corro de golpe.




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