Una navidad con el Alfa

Capítulo 12.

El mundo vuelve de a pedazos.

Primero el sonido. Un zumbido espeso en mis oídos, como viento atrapado en una habitación cerrada. Después, una voz. Grave. Suave. Apenas temblorosa.

—Cami… Cami, ¿me escuchás?

Parpadeo. La luz es tenue. Intento enfocar mi vista y lo primero que veo es el techo de madera.

¿Qué..?

Estoy acostada en el sillón.

No entiendo por qué.

Mi pecho sube y baja demasiado rápido, como si mi cuerpo hubiera arrancado a correr sin avisarme. Me cuesta tomar aire. Me cuesta quedarme quieta.

—Tranquila… estás bien —dice Alden, muy cerca, de rodillas en el piso—. Te desmayaste.

Desmayarme.

Desmayarme… ¿por qué?

La respuesta cae de golpe, como una ola helada.

Teo.

El cuarto.

La cama.

El pelaje negro.

Ese ojo dorado abriéndose.

Mi cuerpo entero se tensa y trato de incorporarme, pero el mundo se mueve conmigo y un mareo violento me empuja hacia atrás. Alden levanta la mano al instante, reflejo puro… pero no me toca. La deja suspendida en el aire, como si tuviera miedo de cruzar un límite invisible.

—No… no me toques —susurro, sin aire.

No porque él me dé miedo. Sino porque todo adentro mío está temblando, desordenado, sin forma.

Alden asiente de inmediato y retrocede apenas. Sus ojos… nunca lo vi así. Está preocupado, sí. Pero hay algo más. Dolor. Culpa. Como si yo fuera una herida que no quiso causar.

—Estás a salvo —dice despacio—. Te lo juro.

A salvo.

La palabra se me queda atravesada en la garganta.

A salvo… acá. Con ellos.

La contradicción me perfora por dentro. Mi mente grita salí de acá, andate, esto no es real, mientras otra parte —no sé si es mi corazón o un instinto más antiguo— me susurra esperá, no corras, mirá bien.

Trago saliva y fuerzo las palabras.

—Yo… yo lo vi —mi voz sale rota, como si no fuera mía—. Vi a… vi a…

Un movimiento suave me interrumpe.

Desde una esquina, detrás de la mesa baja, aparece una silueta pequeña.

Teo.

Más chiquito que nunca.

Encogido.

Los rizos oscuros despeinados.

Los ojitos clavados en el piso, como si ocupar espacio fuera un error.

Se aferra a una mantita con las dos manos.

No se acerca.

Tiembla.

Mi corazón hace un ruido raro dentro del pecho, un golpe irregular que no sé si es miedo o algo que se parece demasiado a la culpa.

—No quise… —murmura él, casi inaudible.

Mi respiración se corta.

No quise.

No quise que me vieras.

No quise asustarte.

No quise que grites.

Eso es lo que siento. Eso es lo que dice sin decir.

Y ahí… algo se me parte por la mitad.

Mi cuerpo quiere levantarse y correr. Irme. Respirar aire, ir a mi casa y encerrarme en mi habitación. Escapar de lo imposible antes de que se vuelva permanente. Pero otra parte… esa parte mía que cuidó animales toda su vida, que aprendió a leer el miedo en cuerpos más chicos, que sintió una ternura inexplicable por este nene desde el primer día, que quiere… entender…

Esa parte no puede moverse.

—Camila —dice Alden, con la voz baja, tensa, como si estuviera sosteniendo su propio miedo con los dientes—. No vamos a hacerte daño. Ninguno de los dos.

Cierro los ojos con fuerza. Mi pecho sube y baja rápido, descontrolado. <<Respira, Camila. Respira>> <<No llores>>

—Esto… esto no puede ser real —digo, y se me escapan algunas lágrimas. Me incorporó, quedándome sentada—. No existe. No… no puede…

Mi cabeza busca explicaciones desesperadas. Un disfraz. Un error. Un mareo. Cualquier cosa menos aceptar lo otro.

—Pero lo viste —dice Alden. No lo dice como amenaza. Lo dice como una verdad inevitable.

Aprieto los dedos contra el sillón. Siento el piso inestable, como si mi lógica, mis reglas, todo lo que siempre supe… se hubiera resquebrajado.

—Quiero irme —susurro. La frase sale sola. Instintiva. Un reflejo de supervivencia.

El silencio que cae después es brutal. Levantó la vista viéndolos. Teo se encoge todavía más, casi haciéndose bolita. Alden cierra los ojos un segundo, como si esas palabras le dolieran físicamente, pero no da un solo paso hacia mí.

—Si querés irte, te llevo —responde con la voz más controlada que escuché en él—. Pero no estás en condiciones de caminar sola. Estás blanca. Te desmayaste hace minutos.

Recién ahí noto que estoy temblando. Piernas, manos, mandíbula. Todo mi cuerpo vibra como si hubiera pasado frío durante horas.

Me incorporo despacio. Alden estira la mano por reflejo… y la retira en cuanto nota mi mirada.

No me toca.

No cruza ningún límite.

—No me mires así —digo, sin querer ser cruel, pero dominada por el miedo—. No sé qué… no sé cómo…

—Lo sé —susurra.

Teo da un pasito. Minúsculo. Como si quisiera acercarse y pedir perdón… pero no se anima.

—No te voy a lastimar —dice él, con una vocecita temblorosa—. Yo…. Te aprecio muchísimo.

La palabra me sacude por dentro. Me llevo una mano al pecho. La respiración se me desarma otra vez.

El impulso de correr me quema los pies. El impulso de quedarme me duele en el corazón.

No sé cuánto tiempo pasa. Treinta segundos. Un minuto. Tal vez más.

Lo único que escucho es mi respiración desordenada, golpeándome en los oídos como si hubiera corrido una maratón.

Alden no habla.

Teo tampoco.

El silencio es tan tenso que siento que, si estiro la mano, podría romperlo en pedazos.

Trago saliva. Mi garganta está seca, áspera, como si hubiera tragado arena.

—Quiero… quiero irme —repito, pero ya no suena igual. No es un grito interno. Es un susurro cansado, casi una súplica.

Alden asiente apenas. No discute. No me presiona. No se acerca. Lo cual agradezco, porque ni sé cómo reaccionaría.

—Te llevo —dice—. Dame un segundo para agarrar las llaves.

Se levanta despacio. Demasiado despacio. Como si cualquier movimiento brusco pudiera quebrarme. Camina hacia la cocina sin hacer ruido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.