Alden Wilden:
El impacto de Teo contra mis piernas es tan fuerte que casi me hace retroceder un paso. En cuanto la puerta se cierra detrás de nosotros, mi hijo se aferra a mí como si fuera el único pilar sólido en un mundo que acaba de desmoronarse. Lo levantó con un movimiento lento, sintiendo cómo su pequeño cuerpo tiembla de forma incontrolable contra mi pecho. Sus manos, pequeñas pero ya marcadas por la fuerza de nuestra naturaleza, se enredan en mi camiseta con una desesperación que me desgarraría el alma. Sus ojos, empañados y cargados de una angustia que no le pertenece, buscan los míos en busca de una verdad que ni yo sé si puedo darle.
—Pa… —susurra. Su voz es un hilo quebrado, un sonido tan frágil que siento mi propio corazón crujir—. Perdón. Perdón, papá.
No hay nada en este mundo que me duela más que escucharlo así. Nada me quema más que su culpa. Envuelvo mis brazos alrededor de su cuerpo, protegiéndolo de todo lo invisible. Mi cachorro, mi pequeño, mi prioridad absoluta. Lo que más me enfurece en este momento no es el desmayo de ella, sino ver a mi hijo romperse por algo que no puede controlar.
—Ey… mírame, campeón —digo, forzando una suavidad que mi lobo, inquieto y protector, apenas me permite. Inclino mi cabeza para que nuestras frentes se rocen—. Mírame a los ojos, Teo. Nada de esto es tu culpa. ¿Entendés? Absolutamente nada, hijo.
Teo aprieta la mandíbula con un gesto tan similar al mío que me deja sin aire. Traga sus lágrimas con esfuerzo y se limpia la cara con la manga de la camiseta, pero el miedo sigue allí, instalado en sus pupilas.
—Pero… la asusté —balbucea con el labio temblando—. Ella se cayó, pa.
—No controlaste tu instinto, eso es todo —susurro, acariciándole la espalda en círculos lentos mientras caminamos hacia su habitación—. Erol es joven, y vos también. Tu lobo hace lo que siente necesario para defenderse de la tensión, y todavía no podés evitarlo. No es culpa tuya. Ella es humana, Teo. No conoce nuestras leyes, no entiende lo que corre por nuestras venas. ¿Te acordás de lo que siempre te digo? Debemos estar orgullosos de quienes somos, aunque el mundo no siempre esté listo para vernos.
Él baja la mirada, hundiéndose en mi hombro, y ese nudo en mi pecho se vuelve insoportable.
—Lo sé, papá… pero ¿ahora nos va a odiar?
Esa pregunta me atraviesa como una cuchilla de plata, lenta y dolorosa. ¿Cómo explicarle que el miedo humano es impredecible? ¿Cómo decirle que a veces, por más que amemos, el mundo se interpone?
—No lo sé… —admito con la voz baja, cargada de una honestidad cruda—. Pero te prometo algo: yo voy a cuidarte. Siempre. Voy a estar a tu lado sin importar quién se asuste o quién se vaya.
—Es que… es mi amiga —susurra con una tristeza que me hace jurar que moveré cielo y tierra para que no sufra.
—Y no va a dejar de serlo, hijo. Solo necesita estar sola un poco.
Le doy un beso largo en la frente, inhalando su aroma a bosque y a casa, intentando transmitirle toda la calma que yo no siento. Pero entonces, me suelta la pregunta que me congela la sangre.
—Pa… ¿ella te gusta?
Siento que cada célula de mi cuerpo se tensa. El aire en mis pulmones parece volverse de plomo. Me aclaro la garganta, sintiendo cómo el calor sube por mi cuello.
—¿Por qué pensás eso ahora, pequeño lobo?
—Porque… cuando se desmayó, tu cara fue fea —dice con esa sinceridad aplastante que solo tienen los niños—. Como cuando tuviste miedo de verdad. Pusiste la misma cara que cuando creíste que me había perdido en el río.
Maldita sea. Olvido lo observador que es. Teo no mira las superficies; él mira las almas. Y tiene razón. Miedo. Un terror ciego que no es por el secreto de la manada, sino por ella. Por la posibilidad de que esa conexión que apenas florece se marchite antes de tiempo.
—Sí, Teo. Me agrada mucho —digo finalmente. Pero no quiero que se hunda en la melancolía—. Pero ahora… —lo tomo de las axilas y lo lanzo hacia arriba, sacándole un jadeo de sorpresa que termina en risita—. ¡Ahora vamos a tener una pijamada de emergencia!
—¿Una pijamada? —sus ojos brillan un poco—. Pero papá, ¡si es de día!
—¿Y desde cuándo los lobos seguimos las reglas? —lo desafío, fingiendo que lo bajo—. Si no querés, me comeré todos los chocolates yo solo…
—¡No! ¡Sí quiero!
Pasamos la siguiente hora transformando su cuarto en un búnker contra la tristeza. Teo corre a encender sus luces LED, esas que llenan las paredes de galaxias púrpuras y azules, expandiendo colores que hacen que la habitación parezca un sueño. Ponemos sus dibujos animados favoritos, esos que nos sabemos de memoria, mientras yo traigo el festín: una bandeja con trozos de torta, chocolates y esa chocolatada fría con mucho hielo que tanto le gusta.
Mientras comemos en el suelo, rodeados de almohadas, veo a Teo relajarse. Pero mi mente no puede quedarse en el presente. Verlo ahí, con sus seis años de inteligencia y valentía, me hace viajar a donde todo empieza.
Recuerdo la primera vez que estuve solo con él; estuve aterrado, mis manos temblando tanto que casi no puede sostenerlo. Mis padres intentaban ayudar, pero hay un momento en que los aparte.
Sabía que si, ser su padre, debia ser su mundo entero.
Recuerdo sus primeros pasos. Estábamos en nuestra sala vieja. Yo sentado en el suelo, exhausto, y él se solto del sofá. Sus piernas gorditas tiemblan, dando dos pasos inciertos y cayendo directamente en mis brazos. Esa risa… esa primera risa me salvo de la oscuridad. Del miedo.
Recuerdo su primera palabra; "Paa" que salio de sus labios mientras intentaba darle de comer. Me quede congelado, con la cuchara en el aire, sintiendo que por fin entiendo para qué estoy en este mundo. Y lo increíble que es ser padre.
Y las noches de transformación…
Dios, las noches de transformación. Cuando Teo cumplio cuatro años y su lobo empiezaba a despertar, él llora porque no entiende por qué sus huesos le duelen. Lo había envuelto en mantas y caminando con él por toda la casa durante horas, hablándole de nuestra historia, de nuestra fuerza, llorando yo también en silencio porque dolía no poder quitarle ese peso.