28 de diciembre.
El día parece normal. Yo no. La mañana arranca temprano porque tenemos varios turnos acumulados después de Navidad. En teoría debería alegrarme volver a la rutina. En teoría.
—Cami, llegó la señora Pérez con su gato —me avisa Anne desde recepción, con su voz amable de siempre.
—Ya voy —respondo, aunque me tardo un par de segundos en reaccionar.
Mis manos se mueven como si supieran qué hacer solas: abrir la historia clínica, preparar la balanza, revisar ojos y orejas. Todo eso que hice mil veces… pero hoy se siente lejano, como si lo hiciera desde detrás de un vidrio. La señora Pérez me cuenta que su gato "se tragó algo del arbolito" y yo asiento, digo algo automático. Ella no nota nada. Pero yo sí.
Cada tanto, un destello me cruza la mente: un cuarto en penumbra, pelaje negro, un ojo dorado. Un niño que no era un niño. Uno de ellos. Mi pecho se aprieta. Intento concentrarme en los latidos del gato, pero mi cabeza late más fuerte.
Una parte de mí, la más egoísta, desearía poder borrar esa parte de la noche. Si tan solo no hubiera visto a Teo transformarse, si tan solo me hubiera quedado con la calidez de la cena y las risas, ahora mismo podría estar llamándolos. No habría esta distancia insoportable. Me duele pensar que la verdad es lo que me mantiene lejos de ellos, y daría lo que fuera por volver a esa ignorancia donde solo éramos tres personas compartiendo una Navidad especial.
Cuando la señora se va, cierro la puerta del consultorio y me tomo un segundo para apoyar las manos en la camilla de metal. Está fría. Respirá. Respirá. Respirá. Afuera, escucho a Anne atendiendo el teléfono. Todo suena igual que siempre. Pero yo ya no soy la misma.
Y Alden… Dios.
Ni siquiera sé cómo explicar lo que me pasa cuando pienso en él. No es miedo. Tampoco es enamoramiento, eso sería una locura, pero estoy interesada. Mucho más de lo que quiero admitir. Me atrae esa forma en la que me mira, como si fuera lo más valioso y lo más peligroso de su mundo al mismo tiempo. Siento una electricidad extraña cada vez que recuerdo su voz; es algo físico, algo que me empuja a querer estar cerca de él, aunque mi lógica me diga que debería correr. ¿Cómo puede alguien ser tan rudo y tan cálido a la vez?
Pero no funciona. El silencio de su parte es un ruido ensordecedor. No se comunicó. No apareció por la puerta para dar una explicación, o para pedir perdón, o simplemente para saber si sigo cuerda después del shock. Y lo peor es que una parte mía —esa parte que me da vergüenza admitir— lo esperaba. Esperaba que viniera a buscarme.
Idiota. Dejaste sufrir a su hijo, te desmayaste en su cara… ¿y esperás que venga a consolarte?
Me siento en el banquito y me cubro la cara con las manos. Me arden los ojos. No quiero volver a sentirme así: vulnerable, esperando algo de alguien que es, técnicamente, un extraño. Un extraño que pertenece a una naturaleza que no comprendo.
—Cami, ¿podés venir? —Anne, asoma la cabeza—. Llegó un caso urgente, un cachorro con tos muy fuerte.
—Sí —me levanto enseguida, agradecida por la interrupción—. Ya voy.
El resto del día es una tortura. Me olvido la lapicera tres veces. Repito la misma indicación a una clienta. Y lo más patético: me quedo mirando la puerta de entrada cada vez que suena la campanita de la recepción. Es ridículo.
Al terminar la jornada, apago las luces del consultorio. Me quedo un momento quieta en la recepción vacía. El silencio pesa. Y ahí, sola, me permito la pregunta que esquivo desde la mañana:
—¿Voy yo? ¿O lo dejo así?
Salgo al frío de la noche, abrazo mis propios brazos y suspiro. No sé qué voy a hacer. Pero sí sé algo: no puedo olvidarlos. Manejo hacia casa con la calefacción al máximo, pero tengo los dedos helados.
Llego a casa huyendo de la veterinaria. Mi refugio. Lo primero que hago es descalzarme. Dios, definitivamente me siento mejor entre estas paredes que no tienen ventanales enormes, solo lo justo y necesario. Mi casa grita mi nombre: pequeña, cocina y comedor juntos, una habitación.
—Primero me doy una ducha caliente, y después como algo… ¿qué habrá en la heladera? —murmuro, intentando forzar una normalidad que no existe.
Tengo un pedazo de carne, quizás algo de arroz. Hasta en la comida soy indecisa hoy. El hambre se me fue, pero necesito hacer algo con las manos para no pensar. Estoy por cerrar la heladera cuando el timbre suena.
Me incorporo de golpe, con el corazón golpeándome las costillas. No espero a nadie. No pedí nada. Camino hacia la puerta con pasos pesados, casi sin respirar. Apoyo la mano en la madera fría, dudo un segundo y finalmente me acerco a mirar por la mirilla.
El aire se me escapa de los pulmones.
Abro la puerta de golpe. El frío de la noche entra como una ráfaga, pero se detiene frente a la figura pequeña que está parada en mi porche.
—¿Teo?
Ahí está él. Lleva un buzo oscuro, las manos escondidas en las mangas y esos ojos… esos ojos que ahora, bajo la luz de mi entrada, destellan con un matiz dorado que ya no puedo fingir que es un reflejo de la lámpara.
—Hola, doctora —dice en un susurro.
Mi pecho se aprieta. Es increíble lo rápido que uno puede extrañar a alguien. Al verlo ahí, tan real y tan pequeño, me doy cuenta de que todo el día estuve huyendo de este sentimiento. No es solo curiosidad profesional; es que le agarré cariño. Un cariño que me asusta porque no debería ser tan fácil querer a alguien que rompe todas las leyes de tu lógica.
—Teo… ¿qué hacés acá? —mi voz suena extraña, una mezcla de alivio y preocupación—. ¿Cómo llegaste?
Él baja la cabeza un poco, mirando sus botas manchadas de nieve.
—No soy tan chiquito —murmura—. Además… sé seguir rastros. Sé a qué olés, Cam.
Me quedo helada. "Rastros". La palabra me golpea con la realidad de su naturaleza, pero su tono es tan inocente que me resulta imposible retroceder. Me doy cuenta de que, a pesar de lo que vi, sigo viendo al niño que me ofreció galletitas.