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Faye.
Despertar a Salvatore De Luca sin una razón de vida o muerte debería considerarse una actividad de alto riesgo.
Yo lo sabía.
Aun así, lo hice.
Me incorporo en la cama con una sonrisa que me duele de tan grande y miro el reloj de la mesa de noche; Faltan exactamente tres días para Navidad. Tres. El número perfecto para el caos.
—Salvatore —susurro primero, con cautela, como quien intenta despertar a un animal salvaje sin perder una extremidad.
No responde.
Me acerco más. Su respiración es lenta, profunda. En paz. Tiene el ceño apenas fruncido incluso dormido, como si el mundo pudiera atacarlo en cualquier momento y él estuviera listo para devolver el golpe.
—Salvatore —insisto, esta vez apoyando una mano en su pecho—. Despierta.
Gruñe. Literalmente gruñe.
—¿Quién murió? —murmura con voz grave, sin abrir los ojos.
Sonrío.
—Nadie.
Abre un ojo. Solo uno. El suficiente para evaluar amenazas.
—Faye —dice, frotándose los ojos con el dorso de sus manos tatuadas—. Son las seis de la mañana.
—Lo sé.
—Si esto no es urgente…
Me inclino sobre él, apoyando los codos a ambos lados de su cabeza, mi cabello cayéndole en el rostro como una invasión deliberada.
—¡Pronto será Navidad!
Silencio.
Parpadea una vez. Dos.
—¿Y?
Mi sonrisa se congela.
—¿Cómo que y?
Se incorpora lentamente, apoyando la espalda contra el respaldo de la cama. Se pasa una mano por el rostro, despeinándose aún más.
—Faye, cariño, principessa, uccellino —dice con paciencia peligrosa—, por favor, dime que no me despertaste a las seis de la mañana solo para esto.
—No exactamente —me siento en su regazo—. Faltan tres días, ¿entiendes? Tres. Hay que decorar, comprar cosas, hacer planes. ¡Sentir el espíritu navideño!
Él frunce el ceño.
—¿El espíritu de qué? Espera, ¿qué has dicho? ¿Para qué faltan tres días?
Siento algo romperse dentro de mí. Muy pequeño. Muy silencioso. Pero real.
—¿No sabes… cuándo es Navidad? —hablo en voz baja.
Me mira como si yo fuera la que ha perdido la cabeza.
—¿Es en diciembre? —levanta una ceja—. ¿O eso es Año Nuevo?
Me siento a su lado de golpe. Y lo observo como si acabara de confesarme que no cree en la gravedad.
—No —niego con la cabeza frenéticamente —. No, no, no. Esto es una broma.
—¿De qué hablas? —frunce el ceño— Faye, no te entiendo, ¿hay alguna emergencia? ¿De verdad me despertaste para decirme que hay un espíritu navideño o no sé qué? ¿Por qué te importa tanto que Navidad sea en tres días?
Lo estudio con atención. No hay sarcasmo, ni provocación. Solo… ignorancia. Genuina. Brutal.
—Nunca celebraste Navidad, ¿verdad?
Se encoje de hombros.
—No que recuerde.
Toma su teléfono y comienza a revisar probablemente todo el trabajo que tiene en la empresa, completamente ignorante de lo shockeada que estoy.
Actuó como si hablara del clima. Como si no acabara de confesarme que una parte entera de la vida —esa que huele a canela y a recuerdos— nunca lo ha tocado.
Trago saliva.
—Esto no se puede quedar así, muchacho —me cruzo de brazos—. Hoy, el amor de tu vida, tu mejor amiga, y... futura esposa —levanto la mano para señalar mi anillo de compromiso, me encanta presumirlo— te enseñará sobre la Navidad. ¡Iremos de compras!
—No —responde sin dudar.
—Sí.
—Tengo reuniones.
—Se cancelan.
—No se cancelan.
Me giro hacia él, mirándolo fijamente.
—En tres días es Navidad, Salvatore.
Él me sostiene la mirada.
—Eso no significa nada para mí.
La frase cae pesada entre los dos.
Me levanto de la cama sin decir nada más y camino hacia la ventana. Afuera, el lago está quieto, cubierto por una niebla suave. El mundo parece contener la respiración.
—Para mí sí —vuelvo a hablar al fin—. Y no pienso pasarla como si fuera un día cualquiera.
—Faye…
—No —lo interrumpo—. Hoy vamos a comprar decoraciones. Vamos a ver películas navideñas. Y vas a descubrir por qué millones de personas esperan este día todo el año.
—¿Y si no quiero?