《—————🎄—————》
Faye.
Me despierta una mano tibia en el brazo y una voz grave que no suele pronunciar palabras amables antes del mediodía.
—Principessa...
Abro los ojos lentamente. Salvatore está sentado al borde de la cama, vestido, y demasiado despierto para la hora que es. Generalmente soy yo la que lo despierta siempre.
—Feliz Navidad —dice suavemente.
Me incorporo apenas y entonces lo veo: un brazalete de oro rosa, delicado, simple, precioso. Lo toma con cuidado, como si fuera algo frágil, y lo coloca en mi muñeca.
—Es para ti.
El metal frío me eriza la piel.
—Es… hermoso —susurro—. Gracias, mi amor.
Lo abrazo. Me aferro a él unos segundos más de lo necesario. Porque todavía tengo el pecho lleno de restos de la noche anterior. De planes que no fueron. De expectativas quemadas como el pavo.
Y él lo nota.
—Sigues triste.
No es una pregunta.
—Un poco —admito—. Supongo que hoy solo quiero quedarme en la cama. No hacer nada. Fingir que el mundo se detuvo.
Niega despacio.
—Eso no va a pasar.
—¿Por qué no?
—Porque tenemos un viaje pendiente.
Frunzo el ceño.
—¿Viaje?
—Vístete.
—Salvatore…
—Faye —me interrumpe—. Confía en mi.
Resoplo, pero lo hago.
Me visto sin saber a dónde vamos, con esa mezcla de cansancio y curiosidad que solo él sabe provocarme. Minutos después estoy subiendo a su jet privado, envuelta en un abrigo que no elegí pensando en destinos lejanos.
Durante el vuelo, miro por la ventanilla.
—¿Puedes decirme al menos dónde vamos?
—Paciencia —responde, sonriendo de costado.
Pongo los ojos en blanco, y me quedo sentada con los brazos cruzados como niña chiquita. Aunque mi mal humor dura lo que tardan en ponerme la bandeja con el desayuno en frente.
Cuando aterrizamos y veo la señal, se me corta el aire.
—¿París? —pregunto, incrédula.
No responde. Solo me abre la puerta del auto.
El hotel es un sueño exagerado. Luces cálidas. Guirnaldas. Un árbol enorme en el lobby.
—Tenemos una suite presidencial aquí —dice, tomando mi mano—. Te gustará.
Tiene razón.
La suite presidencial parece salida de una postal: decoraciones navideñas, flores, velas, todo perfectamente dispuesto.
Me llevo una mano al pecho.
—Esto es demasiado…
—Y eso que aún no has visto el balcón —presiona un beso sobre mi sien.
Camino rápidamente hacia el balcon, abro las puertas de cristal con delicadeza, y ahí está...
La Torre Eiffel. Inmensa, silenciosa, y absolutamente preciosa.
—Por la noche se ilumina —dice detrás de mí.
—Lo sé —respondo, con la voz temblorosa—. Esta noche tendremos la vista perfecta.
—No la veremos desde aquí.
Me giro.
—¿Qué?
—Tendremos asientos en primera fila.
Sonrío. De verdad esta vez.
Lo abrazo. Lo beso. Y durante un rato, el mundo desaparece. No hace falta decir más. No cuando nuestros cuerpos hablan por si solos cuando comenzamos a movernos hacia la habitación.
Cuando cae la noche, salimos bien abrigados. El frío parisino muerde, pero no importa. Estamos justo a tiempo.
Salvatore se inclina y me besa cuando el reloj marca el momento exacto, como si lo hubiera calculado todo.
La Torre Eiffel se ilumina.
Luces. Chispas. Magia.
Y la felicidad y el espíritu navideño de todos los que estamos observándola con emoción.
Entonces saco algo de mi bolsillo.
—No te muevas.
—¿Qué es eso?
—Un accesorio indispensable.
Le coloco un gorro navideño que cosí yo misma. Rojo, blanco... y un poco ridículo, tengo que admitirlo.
Me mira mal.
—Ni se te ocurra reírte.
—¿Por qué me reiría? Te ves genial así —sonrío divertida.
Suspira. Pero no se lo quita.
Y ahí, frente a la Torre Eiffel, con un Don italiano usando un gorro de Navidad hecho a mano… entiendo algo importante:
La Navidad nunca es perfecta.
Es feliz.
Es caótica.
Es complicada a veces.