Brooke Haven
El primer pensamiento que tengo al abrir los ojos es que el mundo está girando demasiado rápido. El segundo, que mi lengua sabe a vino barato y arrepentimiento. El tercero... que no estoy sola.
El sol se cuela por las cortinas como una bofetada dorada, y mi cabeza late con una intensidad que parece personal. Me incorporo lentamente, con el cuerpo pesado, la boca seca y la memoria hecha trizas. El aire huele a perfume masculino, a sudor y a algo más... algo que no reconozco pero que me hace fruncir el ceño.
Y entonces lo veo.
Mi departamento parece haber sobrevivido a un huracán. Zapatos tirados, mi abrigo en el suelo, una copa rota en la cocina, mi bolso abierto con el contenido desparramado como si alguien lo hubiera registrado buscando pistas. Pero lo que me congela no es el desorden. Es la chaqueta negra sobre el respaldo del sofá. Grande. Masculina. Y definitivamente no mía.
Me giro lentamente. En el otro lado del colchón hay una camiseta arrugada. Un cinturón. Un par de jeans. Y ropa interior masculina.
Mi corazón se acelera.
Escucho el sonido del agua corriendo. La ducha. Alguien está en mi baño.
Me levanto de la cama con cuidado, como si el suelo pudiera crujir y delatarme. Estoy completamente desnuda. El aire frío me acaricia la piel como una advertencia. Me pongo la primera camisa que encuentro —una blanca, de botones, que me llega a medio muslo— y camino hacia el baño con el corazón golpeando mi pecho como un tambor de guerra.
La puerta está entreabierta. El vapor se escapa como un suspiro. Me acerco, conteniendo la respiración.
Y entonces lo veo.
De espaldas. Alto. Ancho de hombros. La piel cubierta de tatuajes que se pierden en la línea de la cadera. El cabello rojo, mojado, pegado al cuello. El agua resbala por su espalda como si lo acariciara. Y cuando se gira, cuando me ve, el mundo se detiene.
Ojos azules. Intensos. Increíblemente claros. Una mirada que me atraviesa como un relámpago. Y sí, está completamente desnudo. No hay forma de no verlo. Todo él. Su cuerpo es una escultura viva, marcada por tinta y músculo. Y entre nosotros, el detalle más imposible de ignorar.
Grito.
Él se sobresalta, da un paso hacia mí, pero yo ya estoy corriendo. Salgo del baño, del dormitorio, del departamento, con el corazón en la garganta y la camisa flotando detrás de mí como una bandera de rendición.
—¡Espera! —grita él desde dentro.
Escucho pasos. Una puerta que se abre. Y entonces lo veo aparecer en el pasillo, envuelto en una toalla que apenas se sostiene. El cabello aún goteando, los tatuajes brillando bajo la luz del pasillo. Corre tras de mí, descalzo, con una mezcla de confusión y urgencia en la cara.
—¡Oye! ¡Espera, por favor!
Me detengo al final del pasillo, sin aliento, con la espalda contra la pared. Él se acerca, levanta las manos como si yo fuera un animal asustado.
—No voy a hacerte daño —dice, con voz grave, ronca, como si acabara de despertar de un sueño profundo—. Tú... tú me trajiste anoche. De la fiesta. Dijiste que estaba bien.
Lo miro. Lo reconozco. O creo que lo reconozco. Maya. El pelirrojo. Los tatuajes. Los ojos. No puede ser. No puede ser él. No aquí. No ahora. No desnudo en mi baño.
Pero no pregunto. No puedo. No quiero saber. Porque si lo confirmo, si lo nombro, todo cambiará.
Él me mira como si esperara algo. Una palabra. Una señal. Yo solo respiro. Fuerte. Rápido. Como si el aire fuera lo único que me mantiene en pie.
Y entonces, sin decir nada más, él da un paso hacia mí. La toalla se desliza un poco. Yo trago saliva. Él se detiene. Me mira. Y sonríe, apenas.
—¿Estás bien?
No. No lo estoy. Pero asiento.
Él da un paso atrás, como si entendiera que necesito espacio. Y yo, aún temblando, aún sin saber su nombre —aunque una parte de mí lo sospecha con una certeza que me asusta—, regreso al departamento sin decir una palabra.
Cierro la puerta. Me apoyo contra ella. Y dejo que el silencio me envuelva.
¿Qué demonios acabo de hacer?
Me quedo apoyada contra la puerta, con el corazón aún desbocado. El silencio del departamento me envuelve como una sábana húmeda. Todo huele a noche, a perfume masculino, a mí. No sé qué hice. No sé qué pasó. Pero lo que sí sé es que ese hombre —ese cuerpo— no era parte de ningún plan.
Y entonces, tres golpes suaves. La puerta tiembla. Yo también.
—Oye, chica guapa —dice una voz grave, con un tono que mezcla humor y paciencia—. Necesito mi ropa.
Me quedo quieta. No respondo. Pero mi mano se mueve sola, gira el picaporte, y abre la puerta apenas lo suficiente para verlo.
Ahí está. De pie. En el pasillo. La toalla aún colgando de su cintura, el cabello húmedo cayendo sobre los ojos, los tatuajes brillando bajo la luz tenue. Me mira como si ya supiera que voy a dejarlo entrar. Y lo hago.
Él entra con paso lento, sin decir nada más. Se dirige al sofá, donde está su chaqueta, sus jeans, su camiseta. Yo me quedo de pie, junto a la puerta, como si fuera una estatua con emociones.
Se agacha para recoger su ropa. La toalla se desliza un poco. Yo miro hacia otro lado, pero no lo suficiente. Y entonces lo veo.
Un destello metálico. Un aro. Un piercing. En su pene.
Me quedo congelada. El aire se vuelve espeso. Mis mejillas se encienden como si alguien hubiera encendido una vela dentro de mí. Él lo nota. Claro que lo nota.
Se gira, con la camiseta en la mano, y me mira con una sonrisa ladeada.
—No me molesta que preguntes —dice, como si estuviéramos hablando de cualquier cosa.
Yo me pongo roja. Roja como nunca. Como si todo mi cuerpo estuviera gritando no mires, no pienses, no sientas. Pero es inútil.
Él se ríe. No burlón. No cruel. Más bien como si disfrutara el momento, como si supiera que acaba de romper algo dentro de mí. Una barrera. Una idea. Una versión de mí que ya no puede fingir indiferencia.
Editado: 14.10.2025