El sonido de mis tacones resuena con fuerza mientras camino por el pasillo. Llevo en las manos dos carpetas llenas de propuestas para la fiesta, y aunque sonrío, por dentro estoy al borde de perder la paciencia.
Después de mis primeras reuniones con Daniel, estoy convencida de que trabajar con él será como intentar decorar un árbol de navidad con un gato suelto en la sala: caótico y probablemente un desastre.
—¡Buenos días! —canturreo al entrar en la sala de reuniones.
Ahí está Daniel, ya sentado, con el ceño fruncido frente a su portátil.
—¿Por qué siempre gritas cuando llegas? —dice sin mirarme siquiera.
—No estoy gritando, estoy irradiando energía positiva. Tú deberías intentarlo.
—Prefiero mi energía neutral, gracias.
—Si, se ve que es estupenda…
Dejo caer las carpetas sobre la mesa y me siento frente a él. Para animar el ambiente, me pongo el gorro navideño que llevo en el bolso.
»—Bien, tenemos mucho que hacer. Empecemos con la música. ¿Qué tal un coro de niños cantando villancicos para abrir la fiesta?
Daniel alza la mirada y me lanza una expresión que parece decir que acabo de cometer una herejía.
—¿Niños? ¿En un evento de adultos?
—¿Y qué tiene de malo? La Navidad es para todos. Además, los niños son adorables, seguro que a la gente le encanta.
—A la gente le encantará irse temprano si hay un grupo de niños desafinados gritando "Noche de Paz".
Le dedico una mirada entre divertida y exasperada.
—Eres increíblemente gruñón. Si fueras un personaje navideño, serías sin duda el mismísimo Grinch.
—Y tú serías Buddy, el elfo.
—¡Gracias! —respondo con una sonrisa, ignorando por completo la ironía.
Suspira y cierra su portátil.
—Está bien, ¿qué más tienes en mente?
—Decoraciones. Luces cálidas, centros de mesa elegantes, y una máquina de nieve artificial para el toque final.
—No.
—¿No?
—No a la máquina de nieve. Lo último que necesitamos es un salón resbaladizo y gente cayéndose en el ponche.
Lo miro con incredulidad.
—¿Siempre eres así de práctico?
—Sí. Así evito que las cosas terminen en caos.
Apoyo la barbilla en mi mano y lo estudio con curiosidad.
—¿Alguna vez te diviertes, Daniel?
—Claro que sí. Solo que no necesito luces parpadeantes ni gorros ridículos para hacerlo.
Me río, pero algo en su tono me hace pensar que detrás de esa fachada rígida hay una historia que lo hace odiar la Navidad.
¡Ya sé! Una tregua improvisada.
Como es la hora del almuerzo, insisto en que me acompañe a la cafeteria.
—Si vamos a ser un equipo, necesitamos conocernos mejor.
—¿Conocernos? Amelia, solo estamos organizando una fiesta. Esto no es una terapia de grupo.
—Oh, vamos, no seas tan amargado. Además, la comida mejora el humor.
Para mi sorpresa, acepta.
—Vamos, tengo hambre. —Sonríe ante mi expresión de incredulidad. —Mira te ves bien callada. —Se burla ante mi asombro.
Al salir al pasillo algunos de mis compañeros me miran sorprendidos. Daniel no suele sonreír, al menos en la oficina y menos a una compañera. Suele relacionarse poco con mujeres, aunque algunas han intentado acercarse a él, (hay que admitir que es bastante atractivo) pero Daniel es un hombre bastante hermético.
Caminamos por las calles llenas de luces y adornos navideños. Yo voy mirando todo con una sonrisa, pero él parece estar en otro mundo, con los ojos fijos en el suelo.
—No entiendo por qué la gente se emociona tanto por esto —comenta, señalando un escaparate lleno de juguetes y decoraciones.
—¿Cómo puedes no emocionarte? ¡Es la época más mágica del año!
—No es magia, es mercadotecnia. Todo está diseñado para que gastemos dinero en cosas que no necesitamos.
Me detengo y lo miro, incrédula.
—¿Siempre eres así de cínico?
—Solo soy realista.
Niego con la cabeza mientras me río.
—Realismo y cinismo no son lo mismo, Daniel. Tal vez lo que necesitas es recordar lo que se siente disfrutar la Navidad.
No responde, pero su postura cambia ligeramente. Parece que he tocado un punto sensible.
De regreso a la oficina, decido tomar un respiro de los temas navideños para revisar mis correos. Daniel, en su escritorio, está concentrado revisando presupuestos. Las horas han pasado y ya no ha vuelto a hablar. Vuelve a ser el Daniel Santos de antes.
Me niego a que vuelva a cerrarse así que sin mucho que perder me lanzo a la piscina de cabeza con mi pregunta.
—Por cierto, ¿tienes algún recuerdo navideño que te haya marcado? —pregunto de repente.
Levanta la vista, desconfiado.
—¿Por qué preguntas eso?
—Porque no entiendo cómo alguien puede odiar tanto la Navidad. Tiene que haber una razón.
Se queda callado un momento, como si estuviera debatiendo cuánto decirme. Finalmente, deja el bolígrafo sobre la mesa y para mí sorpresa responde.
—Cuando era niño, mis vecinos organizaban grandes reuniones familiares en Navidad. Todo era perfecto para ellos: risas, comida, regalos… para nosotros una familia humilde era una reunión familiar y recibíamos un pequeño objeto que mi madre conseguía trabajando horas extras, pero cuando mi mamá murió, mi padre dejó de hacerlo, dejo de celebrarlo y ni siquiera explicó porque ya no venía papá Noel. Las navidades se volvieron días más del calendario. Y con cinco años pensé que la culpa era mía. Pero, ¿sabes? La culpa no era de mi padre, es del consumismo que nos ciega en estas fechas.
Siento un nudo en la garganta. Hay algo en su voz, una mezcla de nostalgia y tristeza, que me parte el corazón.
—Lo siento mucho —digo suavemente.
—No tienes que sentirlo. Solo aprendí a no esperar demasiado de esta época.
Lo miro con determinación.
—Bueno, tal vez este año puedas esperar algo diferente. Yo soy buena compañera en navidad, —le sonrío y encojo mis hombros.
Me devuelve la mirada, y por primera vez su expresión parece un poco menos rígida.
Editado: 11.01.2025