Una Navidad imperfecta

CAPITULO 3

La oficina está más animada que nunca. He logrado convencer a casi todo el equipo de decorar sus escritorios con guirnaldas, luces y pequeños adornos navideños. Claro, Daniel sigue negándose a poner un solo adorno en su espacio, pero eso no me desanima. Estoy decidida a derribar esa coraza de Grinch que lleva puesta.

—Es solo cuestión de tiempo —murmuro para mí misma mientras coloco un pequeño muérdago en el marco de la puerta de la sala de reuniones.

Las discusiones entre nosotros han cambiado. Ahora tienen un tinte de complicidad, como si pelear fuera nuestra forma de conocernos. Aunque siempre nos lanzamos comentarios sarcásticos, siento que algo está diferente últimamente. Es extraño, pero me gusta. Sin embargo, no estoy preparada para lo que pasará hoy.

—¿En serio vamos a perder el tiempo eligiendo un árbol? —pregunta Daniel, cruzado de brazos frente a la puerta de la oficina.

—Por supuesto que sí. No puedes tener una fiesta navideña sin un árbol impresionante. Anda, deja de quejarte y acompáñame.

—No tengo nada mejor que hacer, aparentemente —responde con ese tono sarcástico suyo. Aunque lo niegue, sé que empieza a disfrutar nuestras pequeñas aventuras.

Llegamos a un vivero decorado con luces parpadeantes que iluminan todo con un aire mágico. Me muevo entre los árboles como una niña emocionada en Navidad, mientras él me sigue con las manos en los bolsillos, intentando no parecer interesado. Aun así, lo veo respirar hondo cuando el aroma a pino fresco llena el aire.

—Este es perfecto —digo al fin, señalando un árbol enorme y frondoso.

Daniel arquea una ceja y suelta un resoplido.

—¿Cómo planeas meter eso en la oficina? ¿Con magia?

—Deja de ser tan práctico y ayúdame a cargarlo.

Con mucho esfuerzo (y muchas quejas de Daniel, claro), logramos meter el árbol en la camioneta de la empresa. Estoy feliz, aunque el cielo gris y la brisa helada parecen decir que algo más nos espera antes de terminar este día.

De camino a la oficina, una tormenta de nieve nos sorprende. Los copos caen cada vez más rápido y la carretera empieza a ponerse resbaladiza. Daniel frunce el ceño, pero mantiene el control del volante.

—Perfecto —murmura cuando finalmente estaciona la camioneta frente a un pequeño café en un pueblo desconocido.

—¡Es una señal! —exclamo emocionada.

—¿De qué? ¿De que deberíamos haber comprado un árbol más pequeño?

—No. De que necesitamos tomarnos un descanso y disfrutar este momento.

Daniel se queda en silencio, como si estuviera decidiendo si discutir o simplemente dejarme ganar. Al final, suspira y apaga el motor. Entramos al café, un lugar cálido y acogedor, donde un grupo de personas canta villancicos junto a una chimenea. Ordeno chocolate caliente para ambos, ignorando sus quejas.

—No soy fan del chocolate caliente —me dice.

—Tú no eres fan de nada, pero yo estoy aquí para cambiar eso.

Nos sentamos junto a una ventana, donde podemos ver cómo la nieve sigue cayendo. El ambiente cálido del café nos envuelve, y, por primera vez, Daniel parece relajarse.

—¿Por qué haces tanto esfuerzo por esta fiesta? —pregunta de repente. Su tono no es sarcástico, sino curioso, genuino.

Dejo mi taza sobre la mesa y lo miro.

—Porque la Navidad es un recordatorio de que siempre hay algo bueno, incluso cuando todo parece estar mal. Es mi forma de... no sé, aferrarme a algo bonito.

—¿Hablas de tu familia? —pregunta él, recordando algo que mencioné sobre mi mamá.

—Sí, y de mí misma. Hace unos años pasé una Navidad completamente sola, en la universidad. Fue... duro. Mi papá me hizo una videollamada para contarme chistes malos y hacerme reír, mientras mi mamá lloraba porque no estaba en casa. Me prometí que nunca más pasaría otra Navidad así. Ahora, con ellos ya no aquí, solo tengo a mi hermano Lucas, y quiero que la Navidad siga siendo especial para nosotros.

Daniel guarda silencio. Hay algo en su expresión que me hace pensar que entiende más de lo que dice, pero no quiero presionarlo.

Después de un rato, volvemos a la carretera. La tormenta parece estar disminuyendo, pero la tensión entre nosotros no. Intento bromear sobre la cantidad de luces que quiero poner en el árbol, y él finge no escucharme.

—¡Cuidado! —grito de repente al ver un ciervo cruzando el camino.

Daniel gira bruscamente el volante y, aunque evitamos al animal, la camioneta derrapa y queda atascada en un banco de nieve. Todo sucede tan rápido que apenas puedo procesarlo.

—¿Estás bien? —me pregunta, girándose hacia mí con preocupación.

—Sí, estoy bien... —respondo, todavía algo aturdida.

Salimos a revisar el vehículo, pero está claro que no podremos moverlo sin ayuda. La nieve nos rodea, y el frío empieza a calar.

—Genial. Ahora estamos atrapados en medio de la nada.

—Bueno, podría ser peor.

—¿Cómo? —me pregunta, incrédulo.

—Podrías no tener este árbol maravilloso y a esta simpática compañera para hacerte compañía —respondo, sonriendo.

Él suelta una carcajada. Es la primera vez que lo escucho reír de verdad, y, por un momento, me olvido del frío. Es... guapo cuando sonríe.

—Eres imposible —me dice.

—Y tú empiezas a disfrutarlo.

Nos miramos, y el silencio entre nosotros cambia. Deja de ser incómodo; se siente... eléctrico. Estoy segura de que él lo nota también porque no aparta los ojos de los míos. Bajo la tenue luz de la luna, siento que el mundo entero se ha detenido. Mi corazón late rápido, y pienso que podría besarme.

Y entonces lo hace. Es un beso suave, casi tímido al principio, pero luego se vuelve más intenso, como si lleváramos meses esperando este momento. Cuando se aparta, ambos respiramos rápido. No dice nada, pero sus ojos me dicen más de lo que cualquier palabra podría.

—Gracias por venir conmigo hoy —le digo, todavía sintiendo su cercanía.

—Gracias por... obligarme a hacerlo —responde con una sonrisa que, esta vez, no intenta ocultar.




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