CAPITULO 8

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A la mañana siguiente, la oficina está extrañamente tranquila. Las risas, la música y los brindis parecen haberse desvanecido, pero el eco de la noche anterior sigue flotando en el aire. De vez en cuando, me detengo en mitad de lo que hago, recordando ese momento en que nuestros labios se encontraron bajo el muérdago.

Ha sido un beso perfecto en una Navidad imperfecta, y no puedo evitar sonreír. El sabor de ese beso todavía está en mis labios; la suavidad de su toque y la calidez que me dejó siguen presentes. Pero, a medida que pasan los minutos, la emoción del momento se convierte en incertidumbre. Daniel no está en la oficina. Después de la fiesta, desapareció. No ha enviado mensajes ni llamado. Su ausencia empieza a inquietarme.

Finalmente, cuando estoy a punto de llamarlo, alguien golpea suavemente la puerta de mi despacho.

—¿Interrumpo? —La voz de Daniel suena familiar, pero al mismo tiempo distante, como si no fuera él. Alzo la mirada, y ahí está, parado. Su expresión es más seria de lo habitual, pero sus ojos siguen siendo los mismos.

—¿Tú? Pensé que habías desaparecido —respondo, intentando disimular la preocupación en mi voz. Mi tono sale más bajo de lo que esperaba, casi como un susurro. No quiero admitir que estaba esperando verlo.

Él entra y cierra la puerta tras de sí, como si quisiera crear un espacio íntimo para lo que va a decir.

—Amelia, necesito hablar contigo —su tono grave hace que mis nervios se disparen.

—¿Es sobre lo de anoche? —pregunto con un hilo de voz. Mi corazón late con fuerza, y el silencio antes de su respuesta me desespera.

Daniel da un paso hacia mí, su mirada fija en la mía, como si quisiera asegurarse de que no pierda ni una palabra.

—Sí… y sobre todo lo demás. —Hace una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Quiero que sepas que no fue solo el beso ni lo que pasó ayer. Es todo lo que has hecho por mí. Me has mostrado que las cosas no tienen que ser perfectas para ser buenas. —Su voz se suaviza, pero su intensidad permanece.

Mi respiración se acelera. Su confesión me desarma. Pero también siento miedo. ¿Y si esto no es lo que creo? ¿Y si solo está diciendo lo que piensa que quiero escuchar? Recuerdo nuestro primer beso, cuando todo fue confuso y él se alejó. Esa promesa rota aún duele.

—¿Eso es algo bueno? —pregunto, incapaz de ocultar mi temor.

—Es algo aterrador. —Daniel ríe suavemente, pero hay una vulnerabilidad en sus ojos que nunca antes había visto—. Pero sí, es bueno. Eres buena para mí, aunque me asuste admitirlo.

Esas palabras caen como una revelación. Es un suspiro colectivo entre los dos, un alivio compartido. Como si finalmente estuviéramos entendiendo algo que habíamos estado buscando.

—Daniel… —empiezo a decir, pero él me interrumpe.

—Déjame terminar. —Se acerca más, y por un momento, parece que estamos en nuestra propia burbuja, aislados del resto del mundo—. No soy la persona más festiva ni la más fácil de tratar, pero quiero intentarlo. Contigo. Quiero ver si, tal vez, pueda aprender a disfrutar de las cosas imperfectas, porque contigo esas imperfecciones parecen perfectas.

Mi respiración se corta. Mis ojos se llenan de lágrimas, aunque no sé si es por la emoción o por lo inesperado de sus palabras.

—Yo también quiero intentarlo. —Mi voz es clara y segura. Tal vez esto no sea lo que planeé, pero no me importa. Estoy dispuesta a arriesgarme con él porque quiero que esto funcione.

—¿Aunque sea un desastre en Navidad? —pregunta, con una sonrisa que aligera el momento.

—Especialmente porque eres un desastre en Navidad —respondo, sonriendo. Por primera vez, siento que las cosas van a ser diferentes.

Él sonríe y toma mis manos, un gesto simple pero significativo.

—Entonces, ¿qué te parece si empezamos con un café y vemos a dónde nos lleva esto?

—Me parece perfecto —respondo sin dudar. Estoy lista para lo que venga, incluso si es imperfecto. Porque lo único que importa es que estamos aquí, juntos, dispuestos a intentarlo.