Una navidad inolvidable

Un encuentro inesperado bajo la nieve

— Señor Crawford, antes de la cena de navidad con los Rockefeller, tiene una reunión con los ejecutivos Australianos para la apertura del nuevo consorcio — le informaba su secretaria, cuando estaban de camino al apartamento del hombre.

— Cancela todo — le pidió Zev en voz baja.

Trini, quien llevaba cinco años siendo la secretaria del heredero, se extrañó ante tal petición. En cinco años, nunca, jamás su jefe había cancelado un evento o faltado al trabajo. Ni vacaciones tomó en los últimos años.

—Eso es bastante raro — mencionó cerrando la agenda y observándolo.

— Necesito que prepares el avión para medio día, me iré a Montana — le dejó saber, sin perder su vista de lo que fuera que estuviese viendo a través de la ventana.

— Pero hay tanto compromiso hoy... podrías ir después de navidad, así...

— Lo quiero hoy, Trini — sus ojos azules mostraban una tristeza tan profunda que Trini, de cincuenta años, la cual lo veía como su hijo, sintió su corazón arrugarse.

— Zev, ¿estás bien? — le preguntó.

El joven asintió.

—Solo deseo estar lejos — admitió.

— Sabes que puedo llamar a Karl, siempre te sientes bien después de hablar con él — decía, refiriéndose al terapeuta del empresario.

— No, solo deseo estar lejos — insistió.

Horas más tarde, Trini vio a su jefe abordar aquel avión rumbo a Havre, Montana, el lugar donde había nacido su madre.

La mujer rogó al cielo que su jefe en algún momento de su vida encontrará la paz y la felicidad, ya que ella sabía que detrás de aquella sonrisa de actor de Hollywood, había un hombre muy solitario.

Había conducido su lujoso auto por la fría carretera. Pese a la insistencia de su equipo de seguridad, Zev quiso irse solo, hacia el "puente de los deseos".

Faltando menos de dos millas, su auto se detuvo, miró el indicador de gasolina y el tanque estaba lleno, pero su auto no se movía.

Trató de arrancarlo varias veces y pese a que estaba encendido no se movía. Tampoco la radio funcionaba.

Miró hacia el puente que no estaba tan lejos, decidió salir del auto e irse caminando.

Total no regresaría.

Sus pasos en la nieve se sentían pesados, mientras más se acercaba al puente. 

Al llegar se ubicó en una esquina donde la baranda le quedaba por debajo de la cintura, por lo cual sería fácil aventarse.

Todo estaba calculado, todo bien preciso, hasta que una cabellera del color del fuego se metió.

La muy descarada ni le prestó caso, encimada en sus pensamientos. Él se quedó un momento detallando a la intrusa que venía a molestar su momento de paz, su objetivo de terminar con su existencia.

Se parecía aquella princesa insulsa de Disney, la sirenita Ariel y no supo la razón, pero se sintió irritado. Ahora que venía acabar con su vida, venía aquella diosa pagana a interrumpir todo.

Pero cuando la vio avanzar hasta la orilla, descubrió que ella venía a lo mismo, luego su llanto bajito y triste se lo confirmó.

Ahora tendría que compartir la muerte con una desconocida.

¡Vaya vida!

— Si se echa a un lado sería mejor — gruñó con voz autoritaria y cruda.

Ella se movió y lo miró directo a los ojos, lo que hizo que él sintiera, como si un iceberg se hubiera incrustado en su pecho.

A la vez que ella se puso roja, al verlo, soltando una risita nerviosa.

A Lexie, le entró un ataque de risa en ese momento que no pudo evitar.

¡Joder!, mira que venir a encontrarse a Superman en pleno proceso de desvivirse. Aquello debía ser una ironía bastante mala de la vida.

— ¿Acaso tengo la cara pintada de payaso? ¿De qué se ríe usted, persona extraña? — el misterioso Clark Kent se veía irritado, pero guapo.

— No me río de usted — la carcajada por los nervios era tan fuerte que tuvo que doblarse un poco para aguantar—. Me rio con usted.

Zev, pensó que lo que tenía de bonita lo tenía de impertinente.

—Yo no la conozco, ni le he contado ningún chiste, así que no. No me estoy riendo con usted — argumentó bastante molesto.

Lexie se limpió las lágrimas y decidió ponerse sería, aunque le costó.

— Perdón, mire, yo vengo aquí para algo muy triste y tal vez cobarde, pero fíjese que no aguanto — lloraba y se reía a la vez—. Estoy tan rota que no creo que pueda repararme jamás. Solo quiero que acabe.

Él dejó de fruncir el ceño, sintiendo de repente simpatía por aquella loca extraña de cabello de fuego.

— Pues yo vine a lo mismo, pero soy alguien que no le gusta compartir nada, ni siquiera el día de mi miserable muerte, así que la invito a irse y venir mañana u otro día. Hoy este espacio es mío — manifestó.

Lexie negó.

— No.

A Zev, nadie le había dicho aquella palabra de dos sílabas jamás, con excepción de su padre.

— ¿Cómo qué no? Es una orden y debe obedecerme.

Lexie ladeó la cabeza, de repente, sintiendo satisfacción de llevarle la contraria.

— Puede irse usted a pedir obediencia a otra parte, no estoy por soportar a un machista el último día de mi vida — lo desafió.

Zev, abrió los ojos, sin darse cuenta de que era la primera vez que pasaba más de pocas palabras con una mujer.

Usualmente, a las que se llevaba a la cama solo le decía; "Te deseo" "Vamos a mi hotel" "Ya te puedes ir".

— Yo puedo ser de todo, señora, menos un infiel o un machista — apretó el puño entre sus bolsillos, no le gustaba mostrarse débil y debía hacerlo si quería que ella se fuera.

– Señorita– corrigió–. Solo tengo veintinueve primaveras. 

Pidió paciencia a los dioses o tal vez a satán, pero no escuchaban sus plegarias, pensaba Zev. 

– Llevo diez años luchando contra una depresión severa, más la ansiedad, más la maldita presión abusiva de mi padre, el cual golpeó, no solo mi cuerpo de niño, también me quebró el alma y destruyó mi infancia con sus exigencias, para el cual jamás seré suficiente. Estoy cansado, usted es la primera persona a quien le digo esto, así que por favor váyase.




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