Una navidad inolvidable

Una nueva perspectiva

Lexie Mitchell

Deseaba poder quedarme así, grabar ese momento y perpetuarlo en mi alma para siempre. Muchos dirían que es algo loco, tal vez enfermizo…pero tener aquel pequeñito en mis brazos se sintió tan perfecto, como si la diminuta mano encogida en un puñito, que se aferraba a mi pecho, estuviera destinada a estar ahí. 

Lo apreté un poquito más en mi pecho. 

Esa mañana, Zev, me despertó, colocándome al niño encima. Le había quitado la ropa, mientras la calefacción del lujoso auto nos resguardaba del terrible frío de afuera. 

– Le quité la ropa, estaba empapada. Estoy seguro de que se sentirá mejor así– su voz era calmada y lenta. Todavía estaba adormilada.

No era de mucho dormir, pero esa mañana solo quería mantener mis ojos cerrados y seguir perdiéndome con Morfeo. 

El bebé movía la cabecita de vez en cuando. Lo observé con ternura, sonreí al ver que sus deditos de la mano y sus deditos de los pies volvían a su color normal poco a poco. 

Desde la ventana del auto, observaba el invierno, cubrir de una blancura extrema los hermosos alrededores de aquel boscoso lugar. 

¿Por qué ayer ese lugar no me había parecido tan hermoso cómo hoy? 

¿Por qué ayer no podía ver la belleza en los copos de nieve?

Tal vez porque hasta ayer mi alma vagaba en tristeza por la vida, sin una gota de esperanza. 

No creo en los cambios de último minuto. Pero, ¿Cómo explicar que la Lexie de ayer no es la misma que sostenía aquel tesoro entre sus brazos?

La Lexie que quería lanzarse del puente no tenía motivación, no tenía esperanzas. 

– Esto es de locos, pequeñito– le hablé en tono suave detallando su rostro rojizo. El bebé abrió sus ojitos, tal parecía que le gustaba escuchar mi voz–. Hola hermoso, qué bellos ojos tienes.

Puedo deducir que no tiene más de dos meses, aún está muy pequeñito. Es un bebé hermoso.

– ¿Quién te hizo esto, bebé?, ¿Quién quiso lastimarte de esta forma? – no lo pude evitar, volví a llorar en ese momento.

Tal vez estaba exagerándolo todo, tal vez todo hubiera sido un accidente, pero conociendo el área tan apartada y la forma como lo dejaron tirado, puedo estar casi segura que fue un acto de abandono horrible. 

– Tu deberías estar con tu bodis de bebé, vestido de santa, con esos gorritos chistosos, frente a una chimenea, disfrutando del olor del chocolate caliente de tu madre, esperando impaciente a que papá te traiga regalos y te tome en brazos, mientras sabes que dormirás calentito en tu moisés y que estarás seguro para siempre – besé su cabecita, limpiando las lágrimas que caían por mis mejillas. 

Dios mío, aquello hubiera podido acabar de forma terrible, si Zev y yo no estuviéramos ahí en ese momento, tal vez esta criatura en mis brazos estuviese muerta, congelado y solo en aquel río, sin nadie que cuidara de su cuerpo, sin nadie que lo llorase. 

¿Estuvimos Zev y yo en ese puente por casualidad?

¿O fue el destino y la magia de la navidad?

El bebé ladeó la cabeza y su mirada se fue hacia la ventana, donde vi a Zev acercarse. Abrió la puerta y entró al jeep.

– Debemos buscar un refugio, se viene una tormenta y estoy seguro de que caerán cantidades de nieve que cubrirán todo el jeep y quedaremos atrapados – se quitó la chaqueta y nos observó.

No pude descifrar lo que decía su mirada, pero tenía un brillo especial al vernos. 

– ¿Cómo sabes que viene una tormenta? – le pregunté y mis ojos se fueron hacia sus fuertes brazos, no sabía la razón, pero verlo así me recordó aquellos hombres de campo que salían en mis novelas románticas a cortar la leña todo el día y luego regresaban a casa a besar a su esposa y jugar con sus bebés. 

– Conozco el área y su clima, mi madre nació en un condado cercano, Berth. Mi abuelo me traía todos los inviernos por estos alrededores a esquiar e irnos de caza – me explicó. 

– Yo también soy de Berth… Jamás te había visto – mencioné. 

Zev me observó por varios segundos y entendí que me gustaba que me mirara. 

– Solo venía en invierno de vacaciones, nací y me crie en Nueva York– comentó y extendió sus brazos para tomar al bebé. 

No entendí la sacudida que sentí en mi pecho al ver ese hombre tan fuerte y musculoso tomar con tanta dulzura al pequeño.

En ese momento Zev le sonrió al niño de ojos azules y este movió sus manitas encantado. 

– Es increíble, Lexie– murmuró con esa voz ronca y tan sensual, que provocaba aleteos en mi estómago. 

– ¿Qué es increíble? – cuestioné embobada.

– Nosotros hicimos esto– señaló al bebé–. Nosotros salvamos esta vida.

Llevaba menos de un día de conocerlo, era ilógico, tonto y fuera de lugar, pero ese "nosotros” removió en mí cosas que creía muertas.

– Cuéntame de ti – le pedí, con curiosidad.

– ¿Qué quieres saber? 

Lo miré detenidamente. 

– Todo – dije y aquel fue el comienzo de una charla larga y amena junto a él en ese asiento trasero de un Jeep en medio de la nada. 

 

 

 

 

 

 

 

 




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