Una navidad inolvidable

Regresar a ellos

Zev Crawford 

Fui marcando el camino, amontonando la nieve de una forma particular para regresar a ellos. Y de repente sentía la urgencia de regresar con ellos, lo que me motivo a seguir toda la tarde buscando.

Varias horas después mis pies empezaban a doler por el frío y no sentía mis manos, quise dejarme caer en el suelo, quise rendirme, pero algo en mí se negaba.

Di unos pasos y sentí uno de mis dedos romperse y ya no podía mover la mano, pero debía seguir marcando el camino, si no marcaba el camino, no podía regresar a ellos y tenía que hacerlo. 

Cuando el crepúsculo se asomó al cielo, quise llorar de la rabia.

La nieve fuerte y gélida caía a montones, alejándome de mi objetivo y mi alma lloró cuando caí al suelo. 

Maldita ironía, ayer quería la muerte con furor y hoy tengo miedo de morir, no por mí…por ellos. 

Cuando todas mis esperanzas volvían a quebrarse y la oscuridad se asomaba, me encontré con algo que me hizo sonreír.

La silueta de una cabañal se cruzó por mis ojos y el fuego que se veía por una ventana me dio a entender que alguien estaba dentro. El lugar estaba decorado de navidad por doquier, con amplias luces en los alrededores de las ventanas y la puerta. Varios muñecos de nieve se asomaban en los que podía interpretarse como el porche.

Calidez.

Refugio.

Navidad.

Esas fueron las palabras que llegaron a mi mente. 

– ¡Ayuda! – grité, desesperado.

No sé cómo me levanté de ahí, mi cuerpo no se rindió. No podía rendirme, no podía. 

Caminé unos pasos y volví a caer. 

Ellos me necesitan, rugía mi alma. 

Me arrastré por la nieve lo más que pude.

– ¡Ayuda!, por favor, ayuda! – no deje de gritar. 

Finalmente, la puerta se abrió y una pareja de ancianos salió con una lámpara de gas en mano. 

– ¿Quién anda ahí? – cuestionó el señor. 

– ¡Ayuda!, por favor ayúdenme– imploré. 

Vi que tenían una arma de fuego, tal vez pensaban que era un ladrón. 

– Mi nombre es Zev, no puedo caminar, mis pies no me responden, no voy armado, se los juro– levanté los brazos. 

– ¡Nicholas! Idiota baja esa arma, no ves que el joven necesita ayuda, mueve tu trasero – gruñó la mujer. 

De la cabaña salió otra persona, un muchacho de algunos catorce años, junto al señor mayor. 

Ambos me revisaron primero antes de levantarme, cada uno por los hombros y meterme a la casa, arrastrando. 

Cuando el calor de la sala tocó mi cuerpo, solté un suspiro de alivio. 

– Dios mío, pobrecito, tenemos que ponerlo frente a la chimenea, George– dijo la mujer. 

– No tiene cara de delincuente, su reloj es de gente rica – comentó el hombre mirándome con sospecha. 

– Yo debo ir por ellos – dije casi muriéndome, tratando de mover mis malditas piernas. 

– ¡Malcolm!, niño, tráeme paños calientes y una bebida caliente para el joven– la mujer se acercó a mí y me quitó la bota. Grité cuando lo hizo. 

– Oh Dios mío, tus pies están muy lastimados, hijo– me dijo preocupada.

Una hora más tarde me sentía desesperado, pese a los cuidados que me proveía la mujer, tratando de aliviar el dolor. 

– Debo ir por ellos – insistí. 

– ¿Por ellos? ¿Quiénes? - preguntó el hombre mayor. 

– Por Lexie y el bebé, ellos…– no encontraba mi voz por el dolor de mi cuerpo–. Ellos me necesitan.

Empecé a marearme, ya que estaba deshidratado y no había comido desde el día anterior. 

La mujer me dio un té y le sentó bien a mi estómago. 

– Iremos por ellos en la mañana, ahora hay tormenta. 

No, no, pensé rápidamente. La calefacción no aguantaría la tormenta y ella moriría congelada junto al pequeño. No, no. Me incorporé a pesar de mi dolor. 

– No debo ir ahora.

– ¿No has visto como está el clima afuera? ¿Acaso sabes el camino? – protestó el jovencito. 

Asentí. 

– Deje un rastro en la nieve – mencioné–. La tormenta lo va a borrar y no los encontraré, por favor… Ella y el bebé me necesitan…yo los necesito.

Ambos ancianos se miraron el uno al otro. 

– Malcolm, enciende el tractor de nieve ahora mismo – la mujer se levantó y tomó su abrigo. 

– Podemos morir congelados si se atasca en la nieve – dijo rápidamente quién suponía era su esposo. 

La mujer lo miró con el ceño fruncido. 

– Y el bebé y el amor de este hombre pueden morir si no hacemos nada, viejo, bueno para nada – vociferó–. ¡Malcolm!

Varios minutos más tarde, el hombre y el joven volvieron a tomarme de los hombros. 

– Este parece un superhéroe, está bien fuerte – resopló el muchacho. 

Me metieron en el tractor y vi a la mujer manejarlo.

– Hijo, a este punto es bastante obvio que el rastro de nieve desapareció, debes darnos algo más– pidió el señor y asentí.

– El puente de los deseos – les dije. 

– Las rutas hacia ese lugar están bloqueadas – la preocupación de su voz me alteró. 

– Por favor, debemos intentarlo– pedí en una súplica desesperada. 

Estuvimos alrededor de una hora, el tractor se atascó dos veces y cada vez más se me sacudía el pecho, mis piernas dolían como el infierno. 

– Hijo, el puente está cubierto de nieve hasta más no poder, ¿dónde está tu auto? 

– Unos metros más abajo– indiqué. 

– ¿Izquierda o derecha?

No lo sabía.

Los cuatro salimos del tractor, no sentía mis piernas y cojeando empecé andar. 

– No lo sé – dije angustiado. 

Todos se veía totalmente distinto, no reconocía el lugar. 

La mujer notó mi angustia y me tocó el hombro. 

– Calma los vas a encontrar – su voz suave me dio calma. 

Empecé andar cojeando y el muchacho me dio una lámpara de gas. 

Cuando vi mi auto, casi cubierto por la nieve en su totalidad, corrí como si la vida dependiera de ello. No sé cómo lo hice, tal vez me rompí alguno que otro dedo del pie en el intento, pero no me importó. 




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