Mi nombre es Anabella y soy profesora en una escuela infantil.
Me apasiona mi trabajo. Creo que es la mejor carrera que he podido estudiar. No me arrepiento en absoluto de haberla escogido. Es cierto que muchas tardes he llegado a casa con un dolor impresionante de cabeza por los gritos de todos aquellos diablillos, pero nadie me quita la felicidad, alegría y diversión a su lado. Sin darme cuenta de ello, se han convertido en mi antídoto para la tristeza.
Esta mañana me he levantado con un poco de nostalgia. Se acercan las fiestas de Navidad y, aunque la paso genial decorando la clase con mis duendecillos, no puedo remediar ponerme triste al saber que no volveré a verlos hasta después de que empiece un nuevo año y reciban los juguetes que les hayan pedido a los Reyes Magos.
Soy una tonta cursi, ¿verdad? Pues lo siento, pero no me arrepiento de serlo.
El timbre de la escuela toca a las dos en punto de la tarde y me despido de mis diablillos con un gran abrazo en grupo. Casi no puedo respirar, sin embargo, a quién le importa. Me siento arropada y querida y sería un placer morir aquí mismo, entre todos esos pequeños e inocentes bracitos.
—Hasta el año que viene, señorita —me desean todos al unísono mientras mueven sus manitas y se alejan con mi compañera hasta el patio.
Me sorbo la nariz al sentir la congoja atascada en mi garganta y recojo mis cosas de la mesa. Subo las sillas a los pupitres para dejar el aula medianamente recogida y veo que mi compañera regresa con las mejillas mojadas. «Vaya, no soy la única que los echará de menos», pienso al acercarme a ella con una leve sonrisa y los brazos abiertos.
—Si estamos así en las vacaciones del primer trimestre, no sé cómo lo haremos en verano —le digo con una sonrisa llena de lágrimas.
Mi compañera se ríe al sorber su nariz y ambas terminamos de recoger para poder irnos a casa.
***
Son más de las tres cuando llego a mi casa. Me descalzo en el recibidor, dejo el bolso y el abrigo en el armario y me dirijo hacia la cocina para calentar mi comida. Estoy hambrienta.
Me siento en el sofá con una pierna bajo mi trasero y el plato de comida en mi mano. Dejo el vaso de agua en la mesita auxiliar delante del sofá y cojo un trozo de pollo con almendras.
Estoy degustando mi deliciosa comida cuando mi móvil suena en el bolso colgado en el armario de la entrada. Suelto el plato en la mesita y corro hacia el ruidoso aparato para contestar a la inoportuna persona.
—Dígame —contesto al regresar al salón para continuar con mi almuerzo.
—Cariño, espero que ya tengas el billete comprado. Tu padre podría matarme si no es así —me dice mi madre por el otro lado del auricular.
—Por supuesto que lo he comprado. Mañana por la tarde sale mi tren. Llegaré sobre las nueve de la noche. ¿Podrá recogerme alguien o me voy en taxi?
—Te podemos recoger. No te preocupes. ¿Qué tal el último día de clases de este año?
—Igual que el año anterior. Me da una penita separarme de mis diablillos.
—Hija, creo que eres la única profesora que llora por no escuchar las vocecillas estridentes y ruidosas de sus alumnos.
Sé que se está burlando de mí y de mi sensibilidad, pero no me importa. Ya estoy acostumbrada a las bromitas de mi familia.
—Hoy no he llorado sola. Mi compañera también ha llorado. No soy la única cursi y sensiblera, madre.
—Dios los cría y ellas se juntan. En fin, cariño, nos vemos mañana.
Cuelgo después de despedirme con un beso y vuelvo a concentrar toda mi atención en mi almuerzo y en la película de la tele.