Capítulo 04.
Golpe de Inspiración
El siguiente par de días fueron bastante más sencillos de lo que Gemma se hubiera imaginado. Esther resultó ser en realidad una niña muy calmada, y sobre todo independiente. Ella misma se levantaba, se vestía, se peinaba, se cepillaba los dientes, y hasta se hacía el desayuno si era necesario. Se entretenía también por su cuenta, lo que resultaba bastante conveniente para Gemma. Pero también resultaba un poco particular, pues lo que recordaba de la Esther de seis años era que era una niña mucho más dependiente y pegada a sus padres. Pero bueno, ahora era una señorita de diez, y había pasado por… muchas cosas. Difícilmente podría ser la misma que ella recordaba.
Adicional a comprarle algo de ropa nueva (toda del mismo estilo que ya usaba), accesorios de higiene personal y de uso diario, Esther sólo le pidió algo más. Un sólo capricho: material de pintura. Le habían entrado enormes ganas por pintar algo, y todo lo que tenía en casa se quemó también. Gemma accedió, pensando que sería una manera de mantenerla ocupada.
Esa misma tarde, cuando volvió de su travesía para obtener el material de pintura, al ingresar a la casa Gemma divisó a su sobrina observando con detenimiento los estantes que tenía en la sala. Otros colocaban en estos libros, decoración, fotografías de la familia… Pero Gemma tenía juguetes. Pero no juguetes cualquieras, sino juguetes antiguos y clásicos, en su empaque original y en perfecto estado. Era una colección pequeña y modesta, pero era suya. Había pensado muchas veces conseguirles una vitrina con llavee, pero lo había ido postergando. Pero lo volvió a considerar fuertemente en el momento en el que vio como Esther estiraba su mano y tomaba uno de ellos entre sus dedos.
—Oh, no, no —exclamó Gemma, intentando que la alarma no se notara de más en su voz. Esther volteó a mirarla, un tanto confundida, mientras ella se aproximaba con paso presuroso hacia ella—. Estos se miran pero no se tocan, ¿de acuerdo? —comentó con un tono que intentaba ser amable, mientras le quitaba la cajita cuadrada de los dedos, y la colocaba de nuevo sobre el estante.
—Lo siento —se disculpó Esther, apenada—. Pensé que eran juguetes.
—Sí son… juguetes… —masculló Gemma, dubitativa—. Pero no de los que se juega con ellos. Son de colección.
—¿Valen mucho? —preguntó la pequeña con curiosidad.
—¿Monetariamente? Eso depende del comprador, pero no tengo intención de venderlos pronto.
Gemma se giró a apreciar la colección, e instintivamente extendió una mano y tomó uno de los juguetes, un robot de tamaño mediano color plateado, con luces y sonido. Un clásico de los 80’s.
—Me gustan sus diseños —comentó mientras inspeccionaba el robot—. Es interesante ver cómo en esa época podían hacer tanto, manteniéndose tan simples. Ese es mi problema, ¿sabes? Siempre quiero hacer todo a lo grande. Pensar en lo simple me resulta…
Calló de golpe al darse cuenta de que se había dejado llevar un poco. Esther la miraba atenta, aunque también con mirada un confusa.
—Lo siento, estoy desvariando en voz alta —se disculpó acompañada de una risilla nerviosa. Volvió a colocar entonces el juguete en el estante—. Te conseguí lo que me pediste.
Se giró entonces hacia la sala, en donde había colocado las cosas que trajo consigo: un caballete de madera, tres lienzos medianos, óleos, acuarelas, lápices y pinceles. Esther le había dado una lista lo suficientemente detallada, así que no tuvo problemas en obtenerlo todo en una tienda de arte de la ciudad.
Esther miró todo aquello con su rostro iluminado por la alegría, y una amplia sonrisa de oreja a oreja.
—¡Gracias! —exclamó Esther con entusiasmo, y de inmediato abrazó a su tía con fuerza. El abrazo tomó un poco desprevenida a Gemma, pero intentó corresponderlo.
Esther se separó de ella y se dirigió al material del arte. Comenzó por parar el caballete y acomodarlo ahí mismo en el centro de la sala, entre el sillón y la televisión.
—¿Está bien si pinto aquí? La luz que entra por esta ventana es ideal.
Gemma vaciló un momento, no muy convencida de la idea al inicio. Aun así no se sintió capaz de decir algo que menguara su entusiasmo. En su mente quizás pintar sería una forma de estar cerca de su padre. Allen era un reconocido pintor, y era claro que Esther había heredado su sangre artística.
—Sí… claro —respondió esbozando una casi forzada sonrisa—. Sólo no manches la alfombra o los muebles, por favor.
A Gemma le pareció detectar un pequeño rastro de inconformidad en la mirada de Esther tras decirle eso. Sin embargo, al parpadeo siguiente la niña volvió a sonreír con la misma alegría de antes.
—Descuida, tendré cuidado —le indicó con su dulce vocecilla.
De seguro había sido su imaginación.
Esther colocó uno de los lienzos en el caballete, y comenzó preparar todo lo demás con suma minuciosidad.
—¿Segura que con eso estarás bien? —preguntó Gemma, algo escéptica—. ¿No quieres que te preste mi tableta para que hables con algún amigo o… algo?
—Quizás después —le respondió Esther, volteándola a ver sobre su hombro con una dulce sonrisa.
—Está bien… Bueno, entonces estaré en mi estudio si necesitas algo.
Editado: 01.05.2025