El despertador sonó como si quisiera vengarse de todos los amaneceres que Elena Marceau había ignorado en su vida. Abrió los ojos a regañadientes, con el cabello revuelto, la garganta seca y la sensación inequívoca de que el universo estaba tramando algo en su contra. Era así, como siempre se sentía, esperando tener un poco de suerte en cada amanecer.
El cielo seguía gris, con esa luz pálida de los días lluviosos que parecen comenzar pidiendo disculpas. En la cocina, Lara Dupont preparaba café con la precisión de una cirujana y el entusiasmo de una madre sin hijos pero con paciencia infinita.
—Levanta, Madame Curriculum —canturreó, sirviendo una taza—. Acabas de recibir un correo, de seguro es la respuesta del anuncio o tal vez otro.
Elena se arrastró hasta la mesa como si el suelo pesara más que su ánimo. Abrió un solo ojo, tampoco era como si el puesto le emocionará si terminaban dándoselo.
Cuando abrió el correo, un grito salió de su garganta. Lara se acercó a ella y sonrió al ver el correo, no se hablaba nada de niños, solo pedían su presencia.
—“Torres Group”. Piden discreción, eficiencia y disponibilidad inmediata. —Se encogió de hombros—. Es mejor que un puesto de niñera.
—¿Cuándo metiste currículum ahí?
—No recuerdo, de tantos que metí —Susurró riendo.
—Suena elegante. O aterrador.
—Ambas cosas. Si el jefe resulta ser un ogro, al menos me veré digna cuando me grite.
—Si te grita, tú solo llama.
Elena la miró con agradecimiento. El café sabía fuerte, como una mezcla de rescate y promesa.
Eligió un conjunto sobrio: falda lápiz gris, blusa blanca y una chaqueta que había sobrevivido milagrosamente a su época de becaria. Se maquilló con mano temblorosa, recogió el cabello en un moño rápido y se puso perfume en las muñecas, por si la suerte olía a algo.
Antes de salir, Lara la abrazó fuerte.
—Recuerda: sonríe, aunque te ofrezcan trabajo en un circo.
—¿Y si es de payasa?
—Mejor, ya tienes experiencia —rió Lara.
Elena salió bajo la llovizna con un paraguas que parecía tener vocación suicida. Entre los charcos y las bocinas, caminó con esa mezcla de miedo y resignación que tienen los que saben que no hay vuelta atrás.
El edificio de Torres Group era imponente: una torre de cristal que reflejaba el cielo encapotado, rodeada de autos lujosos y gente que caminaba deprisa, como si supiera exactamente a dónde iba. Elena, en cambio, no estaba tan segura ni de sus pasos.
En el vestíbulo, todo brillaba demasiado. Las paredes, los zapatos, hasta la sonrisa de la recepcionista.
Elena respiró hondo y se acercó.
—Buenos días, tengo una entrevista —dijo, tratando de sonar más segura de lo que se sentía.
La recepcionista revisó su lista en una tableta.
—Elena Marceau… sí, la están esperando en el piso dieciocho. Oficina del señor Torres.
Elena parpadeó.
—¿El señor Torres? ¿El jefe de todo esto?
—Exactamente. —La recepcionista sonrió, como si decirlo fuera parte de una broma privada.
Oh, por favor, que sea otro Torres. Un Torres suplente. Un Torres amable. Un Torres con sentido del humor.
Subió al ascensor rodeada de su propio reflejo, que la miraba con la misma expresión que tendría una prisionera camino al juicio final.
El piso dieciocho la recibió con un silencio pulcro, casi intimidante. Una secretaria amable la condujo a una oficina amplia con ventanales que ofrecían una vista melancólica de la ciudad.
El olor a madera y café impregnaba el aire. Sobre el escritorio había una taza medio vacía y, junto a ella, el retrato de un niño rubio que sonreía con una inocencia desconcertante.
Elena no tuvo tiempo de pensar más. La puerta se abrió con un clic suave.
Y entonces sus ojos se abrieron un poco.
El hombre que entró no necesitaba presentación.
Traje oscuro, impecable. Mirada fría. Gestos medidos, como si cada movimiento estuviera calculado para no desperdiciar energía. Rubio y guapo, muy guapo a decir verdad.
Liam Torres. O, como su expresión indicaba, alguien que había olvidado lo que era dormir… o reír.
—Señorita Marceau, ¿verdad? —dijo, con una voz grave que llenó la habitación.
Elena hizo un esfuerzo para que sus palabras salieran y no entendía por qué no salían rápido o sí.
—Sí… bueno, creo. Digo, sí. —Se regañó internamente por actuar tan estúpidamente.
—Tome asiento. —pidió Liam con voz firme.
Elena obedeció, lo hizo con sumo cuidado, deseando no tropezar y pasar vergüenza frente al hombre más deseado de la ciudad, se sentó con las manos discretamente escondidas sobre las rodillas para que no se notaran los temblores.
Liam abrió una carpeta.
—Veo que tiene experiencia en organización, atención al cliente y redacción creativa.
—Sí, aunque eso último se refiere a correos de disculpa —intentó bromear.
Liam levantó la vista. No sonrió.
—Curioso.
Elena tragó saliva. Perfecto. “Tu sentido del humor acaba de saltar por la ventana”. Se dijo a sí misma.
—Dígame, ¿cómo se lleva con los niños? —preguntó él, de pronto.
—¿Los… niños? —repitió ella, confundida—. Bueno, los respeto. Mientras no me lancen comida, todo bien.
—Interesante —anotó algo en su libreta—. ¿Y con el desorden, las bromas, las rabietas, los horarios cambiantes y la falta de sueño?
Elena frunció el ceño.
—¿Perdón?
Él levantó la vista y la observó con serenidad.
—El puesto requiere paciencia, resistencia y cierto instinto… maternal.
—¿Instinto… qué? —parpadeó—. ¿No debería hacerme una pregunta de asistente o algo así?
Liam cerró la carpeta con calma.
—Verá, señorita Marceau, tal vez hubo un error en la publicación, pero el cargo no es de asistente ejecutiva. Es de niñera personal de mi hijo.
Elena lo miró sin procesar.
—¿Niñera? ¿De su hijo? ¿Usted tiene un hijo?
—Así es. —Su tono era neutro, casi impasible—. Y necesito a alguien confiable para él. Alguien que no se asuste con facilidad.