Elena llegó a su edificio, empapada hasta las pestañas. El paraguas, que ya había renunciado a cumplir su función, colgaba torcido de su mano. Subió las escaleras con el corazón agotado, los zapatos haciendo un sonido pegajoso contra los escalones y el olor a humedad mezclándose con el perfume que dejaban los que pasaban a su lado.
Giró la llave y empujó la puerta. El calor del apartamento la envolvió como un abrazo conocido. Lara estaba en la cocina, con un moño deshecho, una copa de vino y la misma expresión de quien se prepara para un informe post-batalla.
—¿Y bien? —preguntó, sin preámbulos, apenas vio la cara de Elena—. ¿Saliste viva o ya redacto tu obituario laboral?
Elena dejó el paraguas goteando en el perchero, se quitó los zapatos con un suspiro que parecía venir del alma y se dejó caer en el sofá.
—Salí viva… pero derrotada moralmente.
—Eso suena a entrevista fallida o a propuesta indecente. —Lara se sentó frente a ella, con el vaso en la mano—. Cuéntame, ¿qué clase de trabajo era al final?
Elena la miró, sin energía para rodeos.
—De niñera.
Lara casi se atraganta con el vino.
—¿De niñera? —La señaló, incrédula—. Elena Marceau, la mujer que una vez pidió baja médica por cuidar a la planta del jefe mientras él estaba de viaje.
—No era una planta, era un bonsái, y me miraba feo. —Elena apoyó la cabeza en el respaldo, cubriéndose los ojos con el antebrazo—. Pero sí, aparentemente ahora cuidaré a un niño.
—Espera, ¿niñera de quién?
Elena bajó el brazo, mirándola con cansancio y una media sonrisa.
—Del hijo de Liam Torres.
Lara dejó la copa sobre la mesa con un golpe seco.
—¿El Liam Torres? ¿El del rascacielos de cristal, las portadas de revista y la sonrisa que podría congelar un volcán?
—El mismo —suspiró Elena—. Aunque no sonríe. O lo hace tan poco que deberíamos declararlo patrimonio escaso.
Lara abrió los ojos como platos.
—¿Y tú le vas a cuidar al hijo? ¡Dios mío, eso es… eso es! —No encontró las palabras, agitó las manos—. ¡Eso es una locura maravillosa! ¿Cuándo empiezas?
—Mañana. —Elena se encogió—. Si no me da un ataque de ansiedad antes.
Lara se levantó y fue directo a la cocina. Volvió con otra copa y se la ofreció.
—Toma. Lo vas a necesitar. Cuéntame todo.
Elena bebió un sorbo, dejando que el vino le quemara suavemente la garganta.
—La entrevista fue rara. Él… no es como me lo imaginaba. Tiene esa mirada de quien ha visto demasiadas cosas y aun así sigue de pie. Todo está bajo control a su alrededor. Cada palabra, cada movimiento. Es intimidante.
—¿Y guapo? —preguntó Lara, arqueando una ceja.
—Guapo no. —Elena hizo una pausa, pensándolo—. Es… peligroso. Del tipo de hombre que no necesitas mirar dos veces para saber que arruina tu paz mental.
Lara rió con deleite.
—Ay, Elena. Si ese hombre te contrató, algo vio en ti.
—Sí, desesperación. —Sonrió con ironía—. Aunque, lo admito, fue amable al final. Me ofreció el puesto sin hacerme sentir un desastre total.
—¿Y el niño? ¿Qué sabes de él?
—Nada. Solo que tiene cuatro años y, según su padre, es “algo difícil”.
—Cuatro años y difícil. Suena adorable —rió Lara, sentándose a su lado—.
—Adorable hasta que me lance un juguete a la cara —replicó Elena—. Pero, ¿sabes qué? No puedo rechazarlo. Necesito el dinero. La renta, las facturas, la vida… todo cuesta más que mi dignidad últimamente.
Lara la observó con ternura.
—Tú puedes con eso, Elena. No hay nadie más terca que tú cuando decides no rendirte.
Elena sonrió débilmente. En el fondo, sabía que tenía razón.
—Supongo que no hay peor jefe que el destino —murmuró—. Así que mañana me presentaré con mi mejor sonrisa y la esperanza de que ese niño no me odie a primera vista.
Lara asintió, levantando la copa en un brindis improvisado.
—Por las niñeras inesperadas y los millonarios de mal humor.
—Y por sobrevivir a ambos —agregó Elena, chocando su copa con la de ella.
Las dos rieron, y por unos minutos, el apartamento se llenó de ese tipo de calidez que solo surge entre amigas que se entienden sin hablar demasiado.
En otra parte de la ciudad, Liam Torres permanecía de pie frente al ventanal de su casa, observando cómo las luces de París se reflejaban en el cristal empañado. Un silencio pulcro lo envolvía, roto solo por el tic-tac del reloj sobre la repisa.
Sobre el sofá, un pequeño tren eléctrico yacía a medio armar. Y junto a él, un niño rubio, de mirada intensa y mandíbula terca, apretaba una pieza entre los dedos.
—Papá, ¿por qué siempre se van? —preguntó el niño sin mirarlo.
Liam bajó la mirada hacia su hijo. Matías. Cuatro años, energía de huracán y un corazón que aún no entendía de abandonos.
Liam recordó la mirada de Elena Marceau: nerviosa, honesta, un poco insolente… y curiosamente luminosa. No había temblado cuando él le habló, ni fingida dulzura. Le pareció alguien que no se rendiría a la primera rabieta.
—Traeré otra —dijo simplemente.
Matías torció los labios.
—No me gustan las niñeras.
—A mí tampoco —admitió Liam, sonriendo apenas—. Pero hay que tener esperanza de una que entienda tú vibra.
El niño bajó la vista al tren y empujó una de las piezas.
—Si se va, no la vuelvas a traer.
Liam guardó silencio unos segundos.
Luego, con un gesto leve, tomó una de las piezas y se la entregó.
—Termina de armarlo. Mañana la conocerás.
—¿Es fea?
Liam alzó una ceja.
—¿Desde cuándo juzgas a la gente por su aspecto?
—Desde que tú juzgas a todos por cómo trabajan —replicó el pequeño, sin mirarlo.
Liam contuvo una sonrisa. Demasiado listo. Demasiado parecido a él.
—Entonces te diré esto: es diferente.
Matías lo miró finalmente, intrigado.
—¿Diferente cómo?
—Ya lo verás —respondió Liam, poniéndose de pie—. Y prométeme que esta vez te portarás bien.