El sol de la mañana entraba en la cocina como si también quisiera ser parte de la escena que estaba por comenzar. El aroma del café recién hecho flotaba por el aire junto con el de las tostadas, y el sonido de unos pies pequeños corriendo por el pasillo rompió la calma como un trueno en medio de un cielo azul.
—¡Papáaaa! —gritó la voz aguda, seguida de un golpe seco contra la pared.
Liam dejó el periódico y suspiró.
—Matías, si corres en calcetines otra vez, vas a…
Demasiado tarde. El niño apareció en la puerta con una sonrisa traviesa y una capa hecha con una toalla de baño. Tenía el cabello rubio despeinado, los ojos grandes y ese brillo inquieto de quienes llevan un caos incorporado de fábrica.
—¿Vas a trabajar hoy? —preguntó, subiendo a la silla con un brinco.
—Sí, pero primero conocerás a tu niñera. —Liam dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa—. Se llama Elena.
El niño entrecerró los ojos.
—¿Seguro que no es otra aburrida?
—La anterior… se cansó de tus experimentos con pintura en la pared.
Matías sonrió con orgullo.
—Era arte moderno.
—Era un desastre moderno —replicó Liam, pero la comisura de sus labios se curvó apenas.
El niño se bajó de la silla y corrió hacia el pasillo con un brillo conspirador.
—Voy a prepararle una sorpresa —anunció, desapareciendo antes de que su padre pudiera preguntar qué clase de sorpresa.
Veinte minutos después, el timbre sonó.
Elena llegó con una sonrisa que mezclaba nervios y determinación. Llevaba un vestido claro, una chaqueta beige y el cabello recogido en un moño que amenazaba con rendirse en cualquier momento.
—Buenos días —saludó, y el tono francés de su voz hizo que el aire pareciera un poco más suave—. Prometo no causar ningún incendio ni revolución antes del almuerzo.
Liam, que seguía con el ceño tenso por pura costumbre, le devolvió una media sonrisa.
—Con que logre sobrevivir al desayuno, ya será un logro.
Elena sonrió, sin saber cuán literal era esa advertencia.
En ese instante, Matías apareció en la puerta de la cocina. Llevaba una gorra de chef demasiado grande y una expresión de inocencia sospechosa.
—Bonjour, mademoiselle —dijo, exagerando el acento—. Le preparé algo especial.
—Qué amable —respondió Elena, divertida.
Liam arqueó una ceja.
—Matías, ¿qué estás tramando?
Pero antes de que el padre pudiera acercarse, el niño alzó una taza con gesto teatral.
—¡Bienvenida a la casa Torres!
Y con un movimiento enérgico, lanzó el contenido de harina, en su mente ya tenía preparada la carcajada del año, disfrutando ver cómo su nueva niñera gritaba de sorpresa y rabia… solo que Elena se agachó en el último segundo.
La nube blanca cayó de lleno sobre Liam.
Silencio.
Elena alzó la vista y lo vio: el impecable traje azul, ahora cubierto de harina como si hubiera pasado por una panadería en plena explosión. Un mechón de su cabello claro caía sobre la frente, y su expresión… era una mezcla exacta entre furia y resignación.
Elena se llevó una mano a la boca, pero fue inútil. La risa estalló, clara, libre, contagiosa.
—Oh mon dieu… —logró decir entre carcajadas—. Está… está perfecto. Un nuevo estilo: executive à la farine.
Matías se escondió detrás del mostrador, asomando apenas la cabeza.
—No fue mi culpa —murmuró—. Ella se movió.
Liam parpadeó, respiró hondo y trató de mantener la compostura.
—Matías Torres, ¿qué dijimos sobre lanzar cosas sobre las personas?
El niño bajó la cabeza, haciendo pucheros.
—Que no debía… pero era una broma.
Elena, aún con los ojos brillando de risa, intervino antes de que el regaño escalara.
—Oh, vamos… no fue tan grave. Solo harina. Nada que una ducha y una buena aspiradora no arreglen.
Liam la miró con incredulidad.
—¿Está defendiéndolo? La broma era para usted.
—Solo digo que… tiene creatividad —respondió, encogiéndose de hombros—. Y un buen sentido del humor.
Liam resopló.
—Sí, muy gracioso. Me voy a cambiar antes que cambie de opinión y te castigue.
Mientras subía las escaleras, Elena aún trataba de contener las risas.
Matías, desde su escondite, la observaba con cautela.
—¿No te vas a enojar? —preguntó al fin.
Elena se agachó frente a él, poniéndose a su altura.
—No, pequeño huracán. Solo prométeme que, la próxima vez que planees una broma, me lo digas antes. Así evitamos que alguien termine pareciendo un pastel.
Matías la miró, desconcertado.
—¿Huracán?
—Sí. Eres rápido, ruidoso, y dejas caos por donde pasas —dijo sonriendo—, pero creo que también traes sol detrás de la tormenta.
El niño la observó unos segundos más, hasta que su expresión se suavizó.
—Me gustas —dijo al fin, como si fuera una gran confesión.
Elena sonrió.
—Y tú me encantas. Pero… —miró a su alrededor— ¿tienes más harina escondida por aquí?
—Tal vez —respondió él, riendo.
El resto de la mañana transcurrió entre risas, migas de galletas y una épica batalla de burbujas de jabón.
Cuando Liam bajó, ya cambiado y visiblemente más tranquilo, los encontró a ambos riendo frente a la ventana.
Matías llevaba espuma en el cabello. Elena intentaba secarle las manos con una toalla, y la luz que entraba del jardín pintaba la escena con un aire de domingo perfecto.
—Parece que se llevan bien —comentó Liam, cruzando los brazos.
Elena alzó la vista y sonrió.
—Le prometí que si no vuelve a lanzar harina, le enseñaré a hacer crêpes.
—¿Con harina? —preguntó Liam, alzando una ceja.
—Exacto —respondió ella con una sonrisa pícara—. Pero esta vez, solo en la sartén.
Matías soltó una risa inesperada, aunque solo duró segundos, los tres quedaron en silencio, como si el mundo se hubiera detenido justo ahí, entre el aroma a café, la luz dorada y una sensación inesperadamente cálida.