La tarde caía lentamente sobre la mansión Torres. Indicando que ya había pasado lo peor. No hubo más incidentes con harina y Matías se había comportado muy bien durante toda la mañana.
Elena, convencida de que lo peor ya había pasado, decidió aprovechar esos minutos de paz para ordenar la habitación del pequeño huracán.
Matías dibujaba tranquilamente en la alfombra, los pies descalzos, el ceño fruncido y la lengua asomando entre los labios, concentrado en su “obra maestra”.
—¿Qué dibujas, pequeño huracán? —preguntó ella, sonriendo.
—A Nemo. Pero creo que necesita más color.
Elena siguió doblando unas toallas sin darle mayor importancia, se concentró tanto que olvidó al pequeño por varios minutos; Según ella él estaba ahí, tranquilo, dibujando. Hasta que escuchó un chapoteo.
Luego, un segundo chapoteo.
Y un silencio que olía a problema.
—Matías… —llamó con voz alerta.
Ninguna respuesta.
Se giró hacia donde estaba la pecera y se detuvo en seco.
El suelo estaba cubierto de huellas diminutas y azules. En la mesa, un frasco de pintura abierto goteaba sobre el mantel.
Y frente a la pecera, Matías —de pies a cabeza manchado de azul— agitaba una brocha con una sonrisa orgullosa.
—¡Mira, Elena! —exclamó feliz—. ¡Nemo ya puede nadar en el mar de verdad!
Elena parpadeó, intentando procesar la escena. La pecera, antes cristalina, era ahora un océano turbio de color celeste.
El pez dorado daba vueltas lentas, confundido entre burbujas y pinceladas flotantes.
—Oh, cielos… —murmuró ella, llevándose las manos a la cabeza—. ¿Qué has hecho?
—Le di libertad —dijo él, convencido—. El agua transparente era aburrida. Ahora es su océano.
Elena no sabía si reír o gritar.
—Matías, cariño, los peces no necesitan pintura para ser libres —intentó explicar con paciencia—. Y tú… —lo miró de arriba a abajo— pareces haber luchado contra una ballena.
—¿Me quedó bien? —preguntó, extendiendo los brazos manchados.
Elena soltó una risa incrédula.
—Eres un artista… y un desastre.
—¿Eso es bueno?
—Depende de la cantidad de pintura que sobreviva al baño —respondió ella suspirando—. Vamos, antes de que el mar llegue a la alfombra.
El baño se llenó de vapor tibio y risas.
Elena frotaba suavemente los brazos del niño mientras el agua se teñía de azul claro. El jabón con aroma a manzanilla formaba montones de espuma que Matías intentaba atrapar entre las manos.
—Parece magia —dijo él, fascinado.
—Lo es. —Elena sonrió—. Es la magia que borra travesuras.
—¿Y si mañana hacemos un arcoíris?
—Mañana, solo si pintas con crayones. Sin agua, sin peces, y sin convertirte en avatar.
El niño soltó una carcajada y salpicó agua. Elena terminó riendo también, resignada a que su blusa ya estaba perdida en la batalla.
Cuando terminó, lo envolvió en una toalla grande y lo llevó al vestidor.
El olor a jabón, mezclado con el de pintura fresca, flotaba en el aire como una promesa de calma.
Lo ayudó a ponerse su pijama de dinosaurios, peinó su cabello húmedo con los dedos y lo guió hasta la cama.
—¿Me lees un cuento? —pidió él, con voz somnolienta.
—Claro, ¿cuál quieres?
—El del dragón que no quería escupir fuego.
Elena sonrió y se sentó a su lado. Abrió el libro y comenzó a leer con voz suave, llena de matices. Matías la escuchaba con los ojos muy abiertos, pero poco a poco sus párpados empezaron a caer.
Cuando llegó al final del cuento, el niño ya dormía. Elena cerró el libro con cuidado, le acomodó la manta hasta el cuello y le dio un beso en la frente.
Por un instante, se quedó observando su rostro tranquilo, limpio de pintura, de caos y de todo menos de ternura.
Aquel niño que había convertido el día en una maratón de sobresaltos tenía una paz que la conmovía.
Al bajar a la cocina, el silencio era tan profundo que se oía el tic-tac del reloj.
Elena suspiró, recargándose en la encimera.
—Sobreviví… —susurró con una sonrisa cansada—. Pero fue un buen día.
En ese momento, escuchó pasos en el pasillo. Liam apareció en la puerta, con el cabello algo despeinado y la camisa remangada.
—¿Está todo bien? ¿Dónde está Matías?
Elena sonrió.
—Todo perfecto. Solo tuve que salvar un pez dorado de una revolución artística.
Liam arqueó una ceja.
—¿Otra vez pintura?
—Digamos que hoy descubrí el talento oculto de su hijo… y su concepto muy libre del arte moderno.
Liam negó con la cabeza, reprimiendo una sonrisa.
—Le advertí que Matías y la palabra “tranquilo” no caben en la misma frase.
—Ya lo sé —respondió ella riendo suavemente—. Pero lo bañé, lo alimenté, y hasta se durmió antes de las nueve.
—Eso suena a milagro —bromeó él.
Elena tomó aire, sintiendo el cansancio dulce de quien ha hecho más de lo que esperaba.
—Fue un día agotador, señor Torres… pero excelente.
—¿Aún quiere volver mañana? —preguntó él, con una media sonrisa.
—Si el arte lo permite —replicó ella—, sí.
Liam soltó una risa breve, y durante un segundo, el ambiente se volvió más ligero. Ella lo observó marcharse por el pasillo, y por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba justo donde debía estar.
El día había sido caótico, tierno, y completamente imperfecto.
Pero también, el comienzo de algo: una pequeña sensación de hogar.