Esa mañana la ciudad despertaba envuelta en una neblina suave. Elena caminaba rumbo a la mansión Torres con un termo de café entre las manos, decidida a sobrevivir —una vez más— al huracán rubio que la esperaba tras esos portones.
Cada paso sobre las hojas caídas producía un leve crujido que la hacía sonreír. Le gustaban los sonidos simples; los que hacían que el mundo pareciera más amable.
Cuando el guardia la saludó, ella devolvió una sonrisa educada y cruzó el jardín. El rocío todavía brillaba sobre las flores, y el silencio apenas era interrumpido por el canto de algunos gorriones. Parecía un lugar donde el tiempo se movía más despacio… hasta que entraba Matías en escena.
Apenas abrió la puerta, un grito la recibió.
—¡Elenaaaa! —Matías bajaba las escaleras con los calcetines puestos al revés y una cucharada de helado en la mano—. ¡Mira, mira! Papá no me vio.
Elena lo observó, intentando contener la risa.
—¿Helado? ¿Antes de la comida? —preguntó con fingido tono de escándalo.
El niño se encogió de hombros.
—Solo un poquito. —Le mostró la cucharita, llena hasta el borde.
—Ajá, un poquito muy sospechoso. —Elena cruzó los brazos, pero sus ojos brillaban de ternura—. Está bien, hoy haré la vista gorda… pero solo si compartes conmigo.
Matías abrió los ojos, sorprendido.
—¿En serio?
—En serio. —Tomó la cucharita, probó un poco y asintió—. Mmm… sabor a travesura.
El niño soltó una carcajada tan contagiosa que la casa pareció llenarse de vida.
Desde el piso de arriba, Liam Torres observaba la escena con la taza de café en la mano. Elena, de pie en medio del salón, con el cabello suelto y esa sonrisa natural, parecía desentonar con la perfección fría de su mansión. Pero no en el mal sentido. Más bien, como una mancha de color en un lienzo demasiado blanco.
“Demasiado relajada”, pensó, aunque la comisura de sus labios amenazó con traicionarlo. Sonrió. Por un segundo.
Luego, como si recordara quién era, se aclaró la garganta, se dio la vuelta y regresó a su escritorio.
Abajo, Elena seguía su batalla con el caos.
—¡Matías, no corras con el helado! —exclamó, justo antes de ver cómo una mancha de vainilla caía sobre la alfombra.
El niño se quedó congelado, con los ojos muy abiertos.
—Ups…
Elena lo miró, suspiró y, en lugar de enfadarse, comenzó a cantar:
🎵 “Limpiar, limpiar, limpiar sin parar…” 🎵
Matías soltó una risa.
—¡Eso no existe!
—Claro que sí, es el himno de las niñeras sobrevivientes —respondió, tomando un trapo y limpiando el desastre—. Versión Elena Marceau, edición limitada.
El niño la ayudó, aún riendo.
Elena notó que su risa llenaba los rincones más fríos de la casa, esos que ni el sol alcanzaba.
Poco a poco los días de Elena cambiaban para mejor, jamás imaginó terminar de niñera, no estaba en sus pensamientos, en sus deseos y mucho menos en sus planes. Pero admitía que cuidar de Matías le llenaba el alma. Pasar el día aguantando sus travesuras, regañarlo con humor, y recibiendo esos pequeños besos y abrazos que solo él se los daba cuando le permitía una que otra cosa, que no estaba bien, pero que para ella eran simples deseos de un niño que deseaba ser libre y experimentar nuevas cosas.
Y así la mañana y la comida pasaron tan rápido que Elena ni cansada se sentía, sonrió para sí, porque no sabía si de verdad no había sido tan pesado o la compañía de Matías ya le comenzaba a agradar del todo.
—Oye mati, ¿y si salimos al patio?
—¡Siiii! —Grito Matías muy feliz.
Salieron al patio. El césped estaba fresco. Matías llevaba su caja de pinturas y una hoja enorme.
—Hoy pintaremos el cielo —dijo, señalando arriba con el pincel.
—¿El cielo? —Elena se sentó junto a él—. ¿Y cómo planeas hacerlo?
—Con imaginación. —Matías mezcló los colores con un entusiasmo contagioso.
Elena lo dejó hacer, guiándolo suavemente cuando la pintura comenzaba a escurrirse más de la cuenta. Por primera vez, el pequeño se quedó tranquilo durante más de media hora. El sol jugaba entre las ramas, y una brisa tibia agitaba los cabellos de Elena, haciéndolos brillar con reflejos dorados.
Desde su despacho, Liam levantó la vista del ordenador. A través del gran ventanal, los vio allí: ella inclinada sobre el lienzo, el niño concentrado, las risas suaves que llegaban hasta él.
Por un instante, sintió que todo tenía un ritmo distinto.
Y sonrió. Solo un poco.
Una sonrisa breve, casi invisible.
Hasta que el sonido del teléfono lo hizo volver a la realidad.
—Señor Torres —dijo su asistente al otro lado—, en media hora inicia su reunión por vídeo llamada.
—Gracias. —Colgó y, antes de volver a escribir, echó otra mirada.
Elena acababa de limpiarse una mancha de pintura de la mejilla. La imagen le resultó… inesperadamente humana.
Matías dejó el pincel y bostezó.
—Me aburrí.
Elena alzó una ceja.
—¿Tan pronto? Pensé que querías pintar el cielo entero.
—Sí, pero ya terminé. —Le mostró un manchón azul con algunas líneas—. Es un cielo abstracto.
Ella rió.
—Muy vanguardista, señor artista.
—¿Jugamos a las atrapadas? —preguntó el niño de pronto, con una sonrisa traviesa.
Elena lo pensó un segundo.
—Bueno, pero si me caigo, tú me ayudas a levantarme.
—¡Hecho!
El juego comenzó.
Matías corría entre los arbustos, riendo a carcajadas, mientras Elena trataba de atraparlo sin éxito. El viento levantaba hojas, el sol les acariciaba la piel, y las risas resonaban en el aire.
—¡Te atrapé! —gritó Elena al fin, justo antes de tropezar con una raíz oculta.
Cayó al suelo entre risas y césped.
Matías se dobló de la risa, sujetándose el estómago.
—¡Elena, perdiste! —gritó, entre carcajadas.
Ella fingió estar herida.
—Ay… me ha derrotado el pequeño huracán.
El niño se tiró al suelo junto a ella.