Elena cerró suavemente la puerta de la habitación de Matías. El niño dormía plácido, abrazando su oso de peluche, con el cabello húmedo y un gesto tranquilo que hacía imposible no sonreírle.
Ella se quedó unos segundos más mirándolo, como si quisiera guardar en la memoria ese momento: el pequeño huracán finalmente en calma. Luego apagó la lámpara y bajó despacio las escaleras, con el abrigo en el brazo y el bolso colgando del hombro.
El reloj del pasillo marcaba las ocho y media cuando llegó al vestíbulo. Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando escuchó su nombre.
—Señorita Marceau.
La voz grave la hizo girar inmediatamente.
Liam estaba apoyado en el marco del estudio, sin chaqueta, con las mangas de la camisa arremangadas y una expresión serena, casi… amable. La luz se colaba detrás de él, dibujando un contraste cálido entre sombras y reflejos dorados.
—Ah, señor Torres… —dijo Elena, algo nerviosa—. No lo escuché. Ya me iba.
—Lo sé —respondió él, avanzando unos pasos—. Pero quería hablar con usted antes de que se fuera.
Elena se detuvo frente a él. Los nervios de ella mezclado con el perfume adictivo de Liam, flotaban en el aire. Liam la observó con atención; no con la mirada distante del jefe que revisa resultados, sino con la del hombre que ha estado pensando demasiado sobre el bienestar de su hijo.
—Hoy fue un buen día —dijo finalmente, con voz baja.
Ella sonrió, algo sorprendida.
—Sí, creo que sí. Matías estuvo más tranquilo, y hasta pintó sin destruir nada. Eso ya es un logro.
Él asintió, con una leve sonrisa que apenas curvó sus labios.
—Eso lo dice todo. —Hizo una pausa, como si midiera las palabras—. He comprobado que usted es… perfecta para este trabajo.
Elena parpadeó.
—¿Perfecta?
—Sí. —Liam se cruzó de brazos, caminando despacio hacia su escritorio—. Mi hijo la adora. Y no es algo que ocurra fácilmente. Desde que su madre… —se interrumpió un instante, bajando la mirada—, digamos que no confía en nadie con tanta facilidad.
Elena lo escuchaba en silencio. Había algo en la manera en que él pronunciaba esas palabras, un tono cargado de sinceridad y cansancio.
—Gracias —dijo al fin, con una sonrisa suave—. Matías es un niño increíble, solo necesita un poco de paciencia y… libertad para ser niño.
Liam levantó la vista y la miró con una expresión que combinaba sorpresa y respeto.
—Eso mismo dijo mi madre cuando yo tenía su edad —murmuró, casi para sí.
Elena bajó la mirada, incómoda ante la intensidad de esa confesión.
—Bueno… me alegra saber que está contento con mi trabajo.
Él asintió, y tomó un sobre del escritorio.
—Justamente de eso quería hablarle. —Extendió el sobre hacia ella—. Es un contrato. Oficial.
Elena lo tomó, algo confundida.
—¿Un contrato?
—Sí. —Sus ojos la buscaron con firmeza—. Quiero que siga cuidando de Matías de manera permanente. Con un salario digno, seguro, y todos los beneficios correspondientes.
Elena abrió ligeramente el sobre. Las cifras eran más altas de lo que imaginaba.
—Señor Torres… esto es demasiado —dijo, sincera.
—No lo es. —Liam negó con calma—. Mi hijo ha sonreído más en estos dos días que en los últimos meses. No tiene precio.
Elena sintió un nudo en la garganta.
—Me alegra poder ayudar, pero… no sé qué decir.
—Diga que sí. —Liam esbozó una sonrisa leve—. Aunque hay un detalle más.
—¿Un detalle?
—Sí. —Carraspeó, como si midiera la reacción que provocaría—. He notado que vive bastante lejos. Los trayectos deben ser agotadores… y costosos. Así que quería proponerle algo: que se mude aquí, a la mansión.
Elena lo miró boquiabierta.
—¿Vivir… aquí?
—Exacto. —Él asintió con naturalidad—. Hay una habitación en el ala este, con baño privado y todo lo necesario. Sería más cómodo para usted y para Matías. Evitaría los viajes y podría descansar mejor.
El silencio que siguió fue espeso.
Elena apretó el sobre entre sus dedos.
Vivir allí… la idea era tentadora. No tendría que correr detrás de autobuses, ni gastar medio sueldo en pasajes, ni salir tan temprano con el frío calándole los huesos. Pero también significaba dejar sola a Lara, su amiga, su compañera de risas y desahogos.
—No sé qué decir… —murmuró al fin, con la voz temblorosa.
—No tiene que decidir ahora. —Liam se acercó un poco más, lo suficiente para que su voz sonara más suave—. Piénselo. No quiero presionarla.
Elena levantó la mirada y se encontró con sus ojos. Había en ellos una sinceridad que no esperaba, una calidez discreta detrás de su aparente control.
—Agradezco mucho su confianza, señor Torres. De verdad. Solo… me gustaría hablarlo primero con mi amiga. No quiero tomar una decisión tan grande sin consultarla.
Liam asintió, comprensivo.
—Por supuesto. Tómese el tiempo que necesite.
Ella respiró hondo y guardó el sobre en su bolso.
—Le daré una respuesta mañana.
—Estaré esperando. —Su voz fue apenas un murmullo.
Elena dio un paso hacia la puerta. Cuando la abrió, el aire fresco de la noche la envolvió con un aroma a lluvia y césped mojado. Se giró una última vez.
—Buenas noches, señor Torres.
—Buenas noches, señorita Marceau. —Respondió él, y hubo algo distinto en la forma en que pronunció su nombre.
El camino de regreso fue silencioso.
El ruido de los neumáticos sobre el asfalto mojado acompañaba los pensamientos que no dejaban de girarle en la cabeza. La lluvia caía ligera sobre el vidrio del autobús, dibujando caminos que se unían y separaban, como su propia indecisión.
“¿Vivir allá? ¿De verdad podría hacerlo?”, pensaba, mirando su reflejo en la ventana. Era una oportunidad enorme. Un salario estable, un lugar cómodo, la posibilidad de ahorrar y comprar su propio apartamento, la libertad de estar cerca del niño… pero también un cambio radical en su vida.