Una niñera diferente

Capitulo 12

La mañana irrumpió con un sol generoso, tiñendo la mansión de un dorado suave que hacía vibrar el mármol pulido. Desde temprano, Matías era un motor a toda marcha: su voz resonaba por los pasillos mientras arrastraba un carrito, y Elena intentaba, con una paciencia a punto de romperse en carcajada, que desayunara.

—Matías, por favor, solo un vaso de leche —rogaba ella, mezclando dulzura y súplica.

—Pero Elena, si tomo leche ahora… —El niño exageró un bostezo teatral—. ¡Me da sueño!

Ella se cruzó de brazos, riendo entre dientes.

—Ah, claro. Y si te duermes, quién le va a dar vida a esos carritos ¿No?

Matías la evaluó con una mirada calculadora. Finalmente, cedió con un suspiro dramático.

—De acuerdo… Pero solo si me dejas poner dos cucharadas de chocolate.

—Una —negó Elena sin dudar.

—¡Dos! —insistió el niño, la sonrisa pícara ya asomando.

—Una y media —Elena capituló. Matías levantó el pulgar, sintiéndose el ganador.

Liam observaba todo desde el umbral de la cocina, el periódico doblado en una mano y el café humeante en la otra. Aquella sencilla coreografía doméstica se había vuelto, secretamente, la mejor parte de su mañana. No se lo admitía a nadie, pero le encantaba ver la risa de su hijo… y la calidez vibrante que la voz de Elena inyectaba a la casa.
Esperó a que Matías terminara y se acercó con esa formalidad que lo caracterizaba

—Elena —llamó, su tono rigurosamente neutro.

Ella se giró de inmediato.

—¿Sí, señor?

Él apoyó el periódico y se cruzó de brazos, una postura que denotaba negocios.

—Hoy puedes tomarte el resto del día libre. Matías y yo visitaremos a mis padres.

Elena parpadeó, sorprendida por el gesto.

—¿De verdad?

—Sí. No hace falta que te quedes —dijo con calma—. Es una reunión familiar. Además, has trabajado sin descanso.
Elena sintió un pequeño y grato cosquilleo.

—Muchas gracias. Aprovecharé para ver a una amiga.

Matías, que ya estaba de pie, la miró con el ceño fruncido, su labio inferior sobresaliendo.

—¿No vienes con nosotros?

Elena se agachó. El olor a colonia infantil la envolvió.

—No, mi amor. Esa visita es solo con tus abuelos. Yo necesito ponerme al día con mi amiga Lara, la tengo abandonada.
El niño infló las mejillas, cruzando los brazos, la protesta ya en el aire.

—Pero la abuela querrá saber quién eres. ¡Seguro que sí!

Elena rió, acariciándole el cabello rebelde.

—Gracias, corazón, pero hoy necesito un respiro en la ciudad.

Matías soltó un bufido y rodó los ojos con una teatralidad que delataba sus clases con Elena.

—Bueno. Pero te vas a aburrir horriblemente sin mí.

—Oh, estoy segura —dijo Elena con falso dramatismo, llevándose la mano al pecho—. No sé cómo sobreviviré un día sin tus bromas.

Matías intentó resistirse, pero la seriedad lo abandonó. Soltó una carcajada. Liam los observaba; una extraña mezcla de ternura y desorientación tensaba su rostro. No estaba acostumbrado a ese tipo de afecto espontáneo, pero verlo… era extrañamente vital.

Elena subió a su habitación a buscar su bolso. Al pasar junto a un ventanal, se detuvo: los rosales estaban en plena floración, y las cortinas se movían suavemente con el aire cálido. Había aprendido a amar esa paz elegante. Esos silencios de mármol que ella, poco a poco, había llenado de vida.

Cuando bajó, Liam y Matías esperaban.

—Nos vemos mañana, Matías —Elena se agachó para abrazarlo.

—Prometo portarme más o menos bien —respondió él, sin convicción.

—Voy a creer en tu palabra, mi huracán —le guiñó un ojo.

El niño la abrazó con fuerza, un abrazo apretado y espontáneo que le derritió el alma. Liam apartó la mirada, fingiendo revisar algo crucial en su teléfono, porque esa escena le removió algo demasiado cálido en el pecho.

Cuando Elena se puso de pie, Liam la miró con su formalidad habitual.

—Hasta mañana. Que descanse.

—Gracias, señor Liam. Que les vaya bien con su familia.

La puerta de madera se cerró con un suave clic a espaldas de Elena, dejando un eco vacío en el vestíbulo.
El viaje hacia casa de Lara fue un bálsamo. El cielo estaba despejado; la ciudad bullía: bocinas distantes, el aroma a pan tostado de alguna panadería y el murmullo constante de la gente. Elena se bajó del coche negro y respiró hondo, saboreando el aire ajeno a la mansión.

Lara la esperaba en la entrada, su sonrisa era amplia y sus ojos brillaban con pura curiosidad.

—¡Al fin! Pensé que te habían secuestrado en esa jaula de oro.
Elena rio.

—Casi, pero me dieron un día libre.

—¿Y qué tal el señor Iceberg? —preguntó Lara con picardía mientras subían los escalones.

—¿Liam? —Elena intentó reprimir un leve rubor—. Es… educado, reservado. Siempre correcto, no es lo que aparenta.

Lara alzó una ceja.

—Ajá. ¿Y guapo?

Elena suspiró, una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios.

—También. Pero eso no tiene nada que ver.

—¡Claro que sí! —Lara rio—. A ver, cuéntame: ¿ya te hizo enojar o todavía no?

—No. La verdad es que es un buen padre. Se nota que adora a su hijo, aunque a veces no sabe cómo demostrárselo.

Lara le sirvió café.

—Y tú —dijo, observándola—. Te encariñaste con el niño. Mucho.

—Sí, muchísimo. Es un diablillo, pero tiene un corazón gigante.

Elena miró por la ventana del pequeño apartamento. El sol se filtraba suavemente entre los edificios.

—A veces pienso —confesó en voz baja— que esta oportunidad llegó en el momento exacto.

—¿Por qué lo dices?

—Porque me hacía falta sentirme útil otra vez. Tener un propósito, algo que me enseñará a amar la vida más allá de solo ganar dinero para el sustento.

Lara la miró con una ternura profunda.

—Y quizás —dijo con una sonrisa traviesa— también te hacía falta alguien que te mire como ese hombre te mira. Lo vi una sola vez, pero igual no me queda duda que la mirada que te da, no es solo de un jefe a una empleada.



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En el texto hay: niñera y ceo, niño travieso

Editado: 03.11.2025

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