Una Niñera Para Lucille

Prologo

Bastián Capeto

El llanto punzante de nuestra hija recién nacida me arrancó de la vorágine de angustia y desesperación que me consumía mientras observaba cómo la vida de mi esposa se desvanecía, alejándose de mí para siempre. El amor que una vez floreció entre nosotros se marchitaba, dejando en su lugar una carga abrumadora: un legado de responsabilidades que jamás imaginé tener que afrontar solo. Un nudo se aferraba a mi garganta con tal intensidad que cada respiración se convertía en un tormento. No solté su mano ni un instante; aquellos delicados dedos, llenos de vida, ahora se veían tan frágiles como el cristal. Sus ojos, grandes y agotados, buscaron los míos. Con ternura, despejé el sudor de su frente y acaricié sus mejillas, sabiendo que esos gestos serían mis últimos consuelos.

El médico, con manos cuidadosas pero firmes, acercó a nuestra hija a su madre. La depositó suavemente sobre su pecho, y en un último gesto de amor, mi esposa besó con esfuerzo la frente de la pequeña. En ese instante, soltó mi mano, concentrando todo lo que le quedaba en nuestra hija. Lágrimas brotaron de mis ojos al verlas juntas, un cuadro tan sublime como efímero, una imagen que desearía poder grabar en mi mente para siempre, sabiendo que no volvería a repetirse.

—Prométeme que nunca la dejarás sola, que serás feliz y que buscarás una nueva esposa —susurró, con una voz apenas audible, rota por el dolor y la fatiga. Lágrimas deslizaron por su rostro, dejando huellas que mi corazón no podría borrar.

—No me pidas prometer lo imposible —le respondí, mi voz quebrada, luchando por emerger de mi pecho vacío—. Te llevas mi alma contigo, me dejas desprovisto de todo. ¿Cómo podría siquiera pensar en seguir adelante?

—Bastián... aún eres joven... puedes volver a enamorarte...

Una tos violenta la interrumpió. Con rapidez, aparté a nuestra hija de sus brazos, sabiendo que lo peor estaba por venir. El médico, con una mirada ineludible, me confirmó lo inevitable: el final estaba cerca. Dejé a la pequeña en los brazos de su futura institutriz, la confidente más cercana de mi esposa, quien juró cuidar de ella con amor maternal. Pero, ¿cómo podría alguien reemplazar el calor de una madre? Palabras vacías que apenas rozaban el abismo de mi pérdida.

Me arrodillé junto al lecho de mi esposa, la reina más joven que el mundo jamás conoció, observando cómo la vida la abandonaba lentamente. Mi país y el reino entero caerían en un luto profundo, pero mi corazón ya estaba marchitándose, sofocado por el dolor. Intenté ofrecerle un último sorbo de agua, pero no alcancé a llevar el vaso a sus labios. Un último suspiro escapó de su pecho, haciendo que el cristal cayera de mis manos, estrellándose en el suelo como mi alma rota.

—¡Nooo! —Un grito desgarrador salió de mi garganta, un eco de mi propio vacío que resonó en las paredes de la habitación, dejándome expuesto ante todos.

En la estancia, las dos mucamas y el mayordomo se mantuvieron en respetuoso silencio. Mi consejero real aguardaba fuera, sin atreverse a entrar. Alguien intentó apartarme del cuerpo inerte de mi amada, pero no lo permití. El dolor me consumía, un frío punzante recorrió mi espina dorsal. Las lágrimas nublaron mi vista mientras, desmoronado, permitía que todos vieran la realidad: ella era mi debilidad, y sin ella, no quedaba nada de mí.

—Bastian, debes mantener el control —escuché la voz firme de Felipe, quien, sin que lo notara, había entrado en la habitación.

Giré ligeramente el rostro, mis ojos empañados por las lágrimas apenas podían enfocarlo. Su rostro mostraba una mezcla de compasión y pragmatismo.

—No puedo… —murmuré entre sollozos, sintiendo cómo cada palabra que salía de mis labios me desgarraba—. Estoy perdiendo la mitad de mi vida.

—Ahora tienes una razón para vivir —insistió, su voz más cercana—. No es igual que cuando murieron tus padres, Bastian. Ahora hay una pequeña princesa que necesita de ti, a quien debes proteger.

Sus palabras, aunque lógicas, se estrellaron contra el muro de mi dolor. El peso de la realidad comenzaba a asentarse en mi mente, pero mi corazón se resistía a aceptar la pérdida de mi amada. No era solo una pérdida; era un vacío tan profundo que amenazaba con consumirlo todo. Inspiré profundamente, luchando por mantenerme erguido en medio de aquel abismo.

—Que alguien se encargue de su funeral. No quiero nada largo… —dije, poniéndome en pie con esfuerzo—. No podría soportar verla dentro de un féretro por mucho tiempo.

Mis piernas flaqueaban, pero me obligué a caminar. Cada paso me drenaba de energía, como si mi propio cuerpo se resistiera a abandonar el lugar donde ella yacía. Las paredes del palacio, antaño mi refugio, ahora se sentían opresivas, cerrándose sobre mí, sofocándome con cada movimiento. Sin saber cómo, terminé en el despacho presidencial.

Nunca había sido de esos hombres que ahogan su pena en alcohol. Había visto lo que hizo con mi padre, cómo lo consumió tras la muerte de mi madre. Pero esta vez… Esta vez necesitaba escapar, aunque fuera solo por unas horas. Necesitaba que mi corazón dejara de sentir.

Destapé una botella de ron, el favorito de mi padre. Lo consideré por un momento, como si fuera a surgir alguna advertencia en mi mente, pero nada me detuvo. Tomé una copa y, antes de que una de las sirvientas pudiera entrar a servirme, levanté una mano para detenerla. Ella dudó, claramente incómoda, pero mi mirada fue suficiente. Soy su rey, y mi palabra es ley. Sin más, se retiró en silencio.




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