Capítulo 5
Ethan
La señorita Whitmore apresuraba el paso delante de mí, por el largo corredor de entrada de la escuela.
De hecho, apenas si alcancé a subirme al carro cuando ya estaba partiendo, y me tendía su móvil para que leyera el mensaje de la directora.
Al llegar a la oficina nos atendió la secretaria y nos hizo pasar. La señorita Whitmore se precipitó a abrazar a Lycia, que se encontraba sentada frente al escritorio, con los ojos con lágrimas e hipos de llanto, y luego la alzó en andas apretándola contra sí.
Mi pequeña rodeó su cuello con sus bracitos, apoyó la cabeza en su hombro y volvió a romper en llanto.
Yo me encontré perdido, sin saber siquiera qué preguntar. Nunca se me había presentado una situación similar. Jamás me habían llamado de la escuela por ningún problema con mis hijas.
Esto era completamente nuevo para mí, y pensé en cuánto habría necesitado a mi esposa en esta situación.
—Le dije a la señorita Whitmore que no era necesario que usted viniera, señor Beckett –dijo la directora dirigiéndose a mí con una sonrisa–. No es una situación grave, sólo una pelea de niños.
De pronto, la niñera salió con mi hija, dejándome a solas con la directora, sin saber qué responder.
—...Me encontraba en casa… por eso vine con ella…
—Extrañamente Lycia atacó a su compañerita jalando su cabello, hecho que nos sorprendió porque siempre ha sido una niña tranquila y respetuosa.
»Por eso preferimos que hoy regrese a su casa y a partir de mañana iniciará entrevistas con la psicopedagoga para conocer el origen de su problema.
—Disculpe –dijo la señorita Whitmore volviendo a entrar a la oficina y cerrando la puerta tras ella, con la voz firme que recién esa mañana yo le había conocido–, la escuché decir que Lycia siempre ha sido una niña amable y respetuosa.
—Sí, es lo que dije. Por eso pensamos…
—Es porque Lycia no tiene ningún problema en su casa, señora, es una niña bien atendida y con mucho afecto. ¿Le preguntó acaso por qué agredió a su compañerita?
—Sí, pero no quiso decírnoslo.
—Pues a mí me lo acaba de decir. La niña le dijo que “su mamá es mala y que no la quiere”. Esa clase de ofensa es algo que un niño de 5 años no puede manejar y su respuesta fue la agresión física.
»Considero que los padres de la otra niña también deberían ser convocados, ¡e incluso presentar sus disculpas! Porque esa niña fue la primera en agredir.
La expresión de la directora pasó del estupor a la indignación.
—Nosotros sabemos cómo hacer nuestro trabajo, señorita –respondió altanera–. A usted sólo le corresponde retirar a la niña.
—Aguárdeme afuera, señorita Whitmore –le dije bajo.
Ella me miró con intensidad, y luego salió.
—Señora –comencé–, mi hija será castigada por su conducta y, por supuesto, tendré una seria conversación con ella. Por otra parte, confío en que usted y su equipo asimismo tomarán medidas con la otra alumna en cuestión, ya que su conducta también fue deplorable.
—S… sí… por supuesto, señor Beckett —titubeó ella.
—Le pido que recuerde que mis cuantiosas donaciones a esta institución se deben a que confío en su calidad educativa, como así también en la de su personal. Aunque también supongo que no debe ser la única en Flagstaff con esas características.
—Por supuesto, señor Beckett. Aquí trabajamos con seriedad y le estamos agradecidos por su constante apoyo. Le pido que siga confiando en nosotros que no lo defraudaremos.
—Es lo que pensé –le dije serio, poniéndome de pie, y saliendo de la oficina sin tenderle la mano.
En el pasillo me aguardaba la señorita Whitmore con mi hija en brazos, abrazada fuertemente a ella y llorando en silencio.
Yo la tomé en los míos, ya que a sus 5 años mi pequeña ya era alta y pesada para el cuerpo menudo de su niñera, y juntos nos marchamos en busca de su carro.
—Gracias –musité una vez comenzó a conducir rumbo a la casa–... Y discúlpeme…
—¿Por qué? –inquirió ella mirándome de soslayo.
—¿Por qué “gracias”? ¿O por qué “discúlpeme”?
—Ambas.
—Gracias por el cariño que les brinda a mis hijas.
—Es que las amo –respondió ella casi con timidez.
Otra vez esa muchacha lograba sacudirme y desestabilizarme.
—Discúlpeme por lo de esta mañana –continué con esfuerzo.
—Eso no. Usted me ofendió injustamente –respondió bajo, intentando quizás que Lycia no escuchara–. No creo que pueda olvidarlo.
—Usted no perdona fácilmente, por lo que veo.
—No –dijo rotunda–. Los hombres se creen con derecho a ofender y luego se disculpan para su propio beneficio.
—Parece que la ofendieron mucho.
—Mucho –musitó ella.