Capítulo 12
Grace
Era el tercer sábado de Diciembre. Tras el almuerzo, abrigué bien a las niñas y salimos al parque privado de la mansión -que lindaba con el bosque-, dispuestas a armar un muñeco de nieve, aprovechando que ésta se había acumulado tras la intensa nevada de la noche anterior y era una actividad que a ellas les encantaba.
En otra situación, habría llamado a su padre para que lo hicieran juntos, ya que era algo que especialmente disfrutaban de hacer con él, pero dadas las circunstancias y la presencia de su madre en casa, me limité a poner todo mi empeño para que de todas maneras pudieran divertirse haciéndolo conmigo.
Estábamos concentradas en la tarea, cuando escuché que la señora Mildred me llamaba.
—Ve al Dillard's y retira en mi nombre la compra que acabo de hacer –me ordenó cuando me acerqué a ella.
—Estoy… con las niñas… ¿Lucy o Sophie no pued…?
—¡Si te estoy mandando a ti es porque ellas no pueden! ¡Ve! ¡Yo me ocupo de mis hijas!
—Está bien, señora. Regresaré pronto.
Me acerqué a las pequeñas para recordarles que no debían entrar solas al bosque, luego busqué la llave y salí presurosa para cumplir con el recado de la señora y regresar enseguida.
Tardé una media hora en volver y, al llegar, me dirigí directamente al patio para entregarle su paquete.
La encontré sentada en uno de los bancos del jardín, absorta en su móvil… pero no vi a las pequeñas.
—¿Las niñas? –le pregunté con ansiedad.
Levantó la vista, molesta por mi interrupción, y miró a lo lejos.
—No sé. Hasta recién estaban con ese horrible muñeco. ¿Trajiste el bolso?
Fue tal el pánico que se apoderó de mí, que arrojé el paquete al suelo y corrí al bosque. Era diciembre y la noche caería pronto, y si, como creía, las pequeñas habían entrado allí, debía encontrarlas de inmediato.
—¡¡¡Alice!!! ¡¡¡Lycia!!! ¡¡¡Háblenme!!! ¡¡¡Háblenme!!! ¡¡¿Están en el bosque?!! –comencé a repetir a gritos, adentrándome cada vez más.
Corrí con desesperación cuando descubrí las pequeñas huellas que empezaban a borrarse bajo la fina capa de nieve que comenzaba a caer, y redoblé mis gritos.
—¡¡¡Lycia!!! ¡¡¡Alice!!! ¡¡¡Háblenme!!! ¡¡¡Háblenme por favor!!!
De pronto escuché tras de mí los pasos de alguien que corría, y al voltear vi que era Noah que se sumaba a la búsqueda.
—¡¿Dónde recogen flores?! –le grité con urgencia, pensando que tal vez las pequeñas habrían querido encontrar flores para su madre.
Noah me guió hacia el arroyo, pero allí no estaban. Seguramente habrían tomado otro sendero y se perdieron. Pensé en cuán asustadas estarían las dos solas en medio del bosque nevado, y mi angustia siguió creciendo. Pero no me permitiría llorar. No aún. La prioridad era encontrarlas, después podría ocuparme de las flaquezas.
—¡¡¡Alice!!! ¡¡¡Lycia!!! ¡¡¡Vamos por ustedes!!! ¡¡¡Háblenme!!!
De pronto se escuchó suave y llorosa la vocecita de Alice.
—¡Grace! ¡Aquí!
Noah y yo nos detuvimos a escuchar con atención de dónde provenía.
—¡Sigue hablando, cariño! ¡Vamos por ti!
La pequeña continuó llamándome hasta que al fin las encontramos. Ambas estaban abrazadas, temblando de frío y miedo, al pie de un árbol.
Noah corrió a alzar a Alice y yo a Lycia. Apreté a la pequeña contra mi pecho como si alguien fuera a intentar arrebatármela de nuevo, y los cuatro emprendimos de prisa el regreso a la casa.
Al salir del bosque nos encontramos con el señor Beckett, que al parecer acababa de enterarse y corría desesperado hacia nosotros.
—¡¿Qué ocurrió?! –preguntó tomando a Lycia de mis brazos.
—¡Pregúntale a ella! –gruñó Noah con rencor, señalando a la señora Mildred con un gesto de la cabeza.
—¡¡¡Chiquilla estúpida!!! –me gritó la mujer cuando nos acercamos–. ¡¿Sabes lo que acabas de hacer?!
Su marido la miró confundido, en tanto le preguntaba.
—¿Qué crees que hizo?
—¡Arrojó mi bolso Louis Vuitton al suelo! –gritó furiosa– ¡Lo pagarás de tu salario, estúpida!
Noah se vio desbordado y se acercó a ella, amenazante.
—¡Vuelves a meterte con Grace, y te juro que te rompo esa nariz falsa que tienes!
—Las niñas –le dije a Noah por lo bajo, lo que lo hizo detenerse mientras le dirigía una mirada asesina a su cuñada.
—¡Discúlpate con ella! –gruñó bajo el señor Beckett.
—¡Al final! –gritó ella, con rencor–. ¿Con cuál de los dos se acuesta? ¡No me digas que con los dos!
—Señor… –le supliqué a mi jefe al ver que también se acercaba amenazante a la mujer– por favor… las niñas…
Al fin los dos hombres lograron escucharme y llevamos a las pequeñas a su cuarto. Me arrodillé frente a ellas y las abracé a ambas dando al fin rienda suelta al llanto. En realidad me tenía sin cuidado lo que la señora Mildred pensara de mí, lo importante era que las niñas estaban a salvo y entonces podía permitirme flaquear.