Capítulo 16
Grace
—¡¡¡Graaace!!! –gritaron al unísono Alice y Lycia cuando abrí la puerta, corriendo hacia mí y abrazándome por la cintura con toda la fuerza de sus pequeños brazos.
Las abracé con la mitad de la fuerza con la que las había echado de menos -para no hacerles daño-, y recién entonces levanté la vista para encontrarme con las dos sonrisas de sol que me decían “¡Feliz Navidad!”.
—Las niñas quisieron traer los obsequios que Santa dejó para ti en casa –dijo el señor Beckett a modo de disculpa.
No estaba segura de cuál era la causa de los latidos descontrolados de mi corazón, pero sospechaba que no era sólo una.
—¡Pero qué casualidad! –exclamé tratando de disimular el rojo de mis mejillas y apartándome un poco para mirar a las pequeñas–. ¡Santa dejó algo para ustedes también en esta casa!
El entusiasmo de las dos niñas me llenó de alegría y me hizo olvidar, por un momento, la bizarra situación en la que estaba metida.
—Haz pasar a la visita, cariño –dijo mi madre a mis espaldas, como para corroborar la locura.
Desbordada de nervios, los hice pasar y los presenté. Ella se mostró encantada de conocerlos y a continuación los invitó a sentarse en la sala, donde aguardaba Noah con una sonrisa socarrona.
En cuanto entró a la sala, el señor Beckett levantó la vista reparando de inmediato en el muérdago que pendía del marco de la puerta de la terraza. Tras un leve gesto de disgusto casi imperceptible, volvió a sonreír y agradeció a mi madre por su amabilidad. Luego saludó a su hermano.
—Noah –fue su escueto saludo.
—Hola hermano.
—Santa no dejó nada para ti en casa –agregó el señor Beckett, desafiante–. Quizá lo dejó en casa de Kate.
—Tampoco dejó nada para ti aquí, quizás lo hizo bajo el árbol de Claire –respondió Noah devolviendo el desafío.
—¡Veamos qué les dejó Santa, niñas! –exclamó Aaron, dirigiéndose a sus hermanas, en un evidente intento de calmar las aguas.
Las pequeñas se precipitaron a los cuatro paquetes que yacían bajo el árbol y los abrieron de prisa. Quedaron tan encantadas con los libros de cuentos que yo les había comprado y los juegos de construcción magnética que les compró su tío, que, sentadas en la alfombra, comenzaron a hojearlos en tanto yo le susurraba a Aaron:
—A ti te lo llevo después.
—¡Los tuyos están en el carro, voy a traerlos! –exclamó recordando de pronto.
Reapareció a los pocos minutos con dos paquetes.
Al abrir el más pequeño, cuya tarjeta tenía escrito mi nombre con la letra de Aaron, me encontré con un tazón con mi nombre grabado en él, entre flores y corazones.
Tras agradecerle con una sonrisa, abrí el otro paquete. Era una caja blanca que, al levantar la tapa, contenía el objeto menos esperado y más inquietante que había recibido en esa Navidad: una bufanda de lana suave en color azul petróleo, el mismo color del traje de baño que usaba el día en que el señor Beckett me besó por primera vez.
Me fue imposible disimular mi turbación y ni siquiera pude articular un “gracias” silencioso, sólo atiné a pasar la mano por la suavidad de la lana como si acariciara el recuerdo, hecho que no pasó desapercibido a mi madre, y seguramente tampoco a mi jefe.
—Te abrigará cuando lleves a las niñas a la escuela –musitó él.
Mamá intervino de inmediato ofreciendo café y luego me pidió que la acompañe a la cocina para que la ayude a prepararlo.
—No me gusta nada esta situación, Grace –me dijo bajo, en el mismo tono en que solía reprenderme cuando era pequeña–. ¿Qué significó eso? Es muy obvio que esos hombres se pelean por ti; no deberías ser la causa de una discordia entre hermanos.
—¡Es que no hice nada para que eso sucediera, mamá! Soy la misma de siempre, la que tú conoces. No coqueteo con nadie, ¡y mucho menos en mi lugar de trabajo! Tú sabes que después de Eric quiero tomarme un tiempo, y cuanto más largo mejor. Jamás pensaría en ponerme en plan de seductora en una casa de gente que no es de nuestra clase.
—No se trata de clases, hija, eso es antiguo, sino de no ser motivo de una discordia familiar.
—Sé que debería renunciar, pero están las niñas.
Y como invocando al ángel, escuchamos detrás de nosotras la vocecita dulce de Lycia.
—¿Quieres ser mi abuela, mamá de Grace? Porque yo no tengo abuela.
—¡Lycia! –la reprendió su padre desde la sala, lo que nos reveló que tal vez todos estuvieron escuchando nuestra plática con mamá.
Ambas nos miramos inquietas y avergonzadas, pero luego mi madre volvió su atención a la pequeña.
—Ella es así –le expliqué por lo bajo–, busca afanosamente completar su familia.
—Si tú quieres, cariño –le dijo mamá con ternura, acuclillándose ante ella–, me sentiría feliz de ser tu abuela.
Lycia la abrazó y mamá la alzó en sus brazos, y así, juntas y abrazadas, regresaron a la sala. Yo salí detrás con la bandeja de café en tanto Aaron acudía presuroso a ayudarme.