Capítulo 25
Grace
Abrí la puerta de inmediato y el señor Beckett se precipitó hacia mí, me rodeó con su único brazo sano y me apretó contra su pecho.
—Perdón –susurró en mi oído con voz ahogada–, perdón, perdón. No te mereces ninguna de cada maldita palabra que dije. No sé qué demonio se apodera de mí cuando no te veo. Me vuelves loco. Te necesito.
Me tomó tan por sorpresa que en un primer momento sólo pude quedarme inmóvil en sus brazos, sin embargo, cuando me di cuenta de cuán atropelladas salían las palabras de su boca y cuánta angustia cargaba su voz, me aparté de él, tomé su rostro entre mis manos y lo besé.
Esta vez fue él quien pareció no haber esperado esa respuesta de mi parte y se quedó completamente inmóvil. Pero al cabo, cuando entendió que tenía mi perdón y se sintió redimido, se entregó a ese beso con una intensidad nueva y poderosa, y fundimos nuestras bocas en una exploración ardiente, devoradora, con una urgencia que crecía a cada instante.
Fue un beso largo e intenso. Sólo nos detuvimos un par de veces para aspirar desesperados el aire que se nos negaba, pero nos resultaba imposible detenernos.
Alguna mujer debería haber inventado un manual de instrucciones para dejar de besar al señor Beckett, porque besarlo era tan adictivo que una vez lo probabas era imposible dejarlo ir.
Tras un tiempo sin tiempo en que sólo fuimos nosotros y nuestras bocas, sentí que la situación estaba a punto de escapar de nuestro control por lo que me aparté de él con gran esfuerzo, empujándolo suavemente de mí.
—Venga, le prepararé un café –musité cerca de sus labios.
Él respiró el aire a bocanadas tratando de recuperar el control, y luego me siguió a la cocina.
—¿Regresarás? –me preguntó quedo, de pie a mi lado, mientras preparaba el café.
—No, señor.
—¿Me dices “señor” después de ese beso? –continuó, susurrando ronco en mi oído.
—¡Aléjese!, ¡aléjese! –le dije nerviosa– Aguárdeme en la sala.
Él soltó una risita pícara y se alejó.
—¿Esta es tu carta de renuncia? –inquirió desde la sala, mirando la pantalla de mi laptop– “Señor Ethan Beckett…” ¿y nada más? ¿Eso es todo?
—Bueno… –intenté explicarme– no podía avanzar, pero hoy sin falta la termino.
Dejé los pocillos en la mesa petisa y él se sentó en el sofá. Yo lo hice en el sillón para no estar tan cerca.
—No renuncies, por favor; las niñas y yo te necesitamos.
—¿Usted cree que después de lo que hicimos hoy yo podría trabajar para usted?
—¡Claro! ¿Si prometo comportarme? ¿Si prometo robarte un beso sólo cuando nadie nos vea?
—¡Señor Beckett! ¡Eso no sería correcto, al menos no de mi parte! ¿Ya olvidó el reto que me dió por, según usted, “coquetear con los hombres de la casa”?
—Ya me disculpé por eso. ¡Y ya es hora de que me llames por mi nombre! ¿Tanto te cuesta decirlo?
—La verdad es que sí, pero como no trabajaré más para usted, puedo intentarlo.
—Eres terca.
—Es que… después de esto… ya no podría. Además he descuidado mis estudios y quiero recibirme y conseguir trabajo. Con lo que he ahorrado gracias a usted, puedo pagar la renta y mantenerme por un año, sin acudir a la ayuda de mi madre.
—Ya que no quieres regresar a mi casa, al menos… permíteme… permíteme cortejarte.
Su ocurrencia me hizo reír, aunque tuve mucho cuidado de que no sonara a burla para no ofenderlo.
—¿“Cortejarme”? ¿Como en el siglo dieciocho?
—No como en el siglo dieciocho, ya que tendría que estar presente tu madre –dijo riendo– y creo que a ella le cae mejor Noah.
»Me gustaría invitarte a cenar –agregó serio–, al cine o al teatro, a ver juntos el amanecer… tal vez en el Gran Cañón… y luego, quizás…
—No siga –lo interrumpí sintiéndome de pronto avergonzada–. Acepto.
Su sonrisa de sol me deslumbró, por lo que no me di cuenta de que se aproximaba a mí y me tomaba por la nuca, sólo sentí cuando su boca se fundía con la mía.
* * *
Ethan
Volví a besarla con vehemencia. Sentía que nunca me saciaba de su boca y eso comenzaba a convertirse en un problema, al menos para mi hombría que comenzaba a tornarse demandante, y como lo que menos quería era presionarla u ofenderla -no a ella que era un ángel y que comenzaba a sentirla como “mi angel”-, a duras penas me aparté y titubeé con torpeza una excusa:
—Las niñas… Debo buscar a las niñas.
Ella sonrió con ternura.
—Aún no es mediodía, Ethan. Las niñas salen a las cuatro.
Miré la hora avergonzado. Tenía razón, apenas eran las diez. Y a causa de los nervios no me di cuenta de inmediato de que me había llamado por mi nombre.
Cuando caí en la cuenta la miré sobrecogido.