Capítulo 26
Ethan
Sin decir palabra, Grace me quitó la verdura de las manos, vertió detergente líquido en las suyas y lavó las mías con cuidado.
Jamás había vivido una experiencia tan erótica con un hecho tan simple como ése.
Luego, aún sin mirarme, las secó con delicadeza y volvió a acomodar mi brazo en el pañuelo que le servía de sostén.
Desde la muerte de mi madre, cuando Noah y yo éramos adolescentes, ninguna mujer me había tratado con tanta ternura como lo hacía Grace en ese momento, y mi corazón se sentía desbocado.
Esta muchacha no estaba ayudando en absoluto a mi enorme esfuerzo por mantenerme apartado y reprimir mis locos deseos de abrazarla, de besarla y de todo lo demás que ella me permitiera hacer.
—Ahora siéntate y compórtate si no quieres regresar al hospital –me dijo en tono de dulce reto que contribuyó a mi turbación.
La observé en silencio mientras cocinaba, admirando otra de sus muchas habilidades. De pronto me descubrí mirándola embelesado y considerando cada uno de sus movimientos, como el simple hecho de beber un sorbo de agua, como un acto sublime sólo porque ella lo hacía.
—Quiero hacerte una petición –me dijo más tarde cuando terminamos de almorzar los exquisitos filetes de pollo con verdura salteada que acababa de hacer–. Me gustaría que me permitieras visitar a las niñas; las amo y las echo de menos, pero sobre todo no quiero que se sientan defraudadas.
—Por supuesto, todos los días si quieres.
—Tal vez no pueda todos los días, pero me encantaría llevarlas al parque los sábados cuando llegue la primavera, y jugar con ellas en casa mientras perdure el invierno.
—Ellas estarán encantadas –le dije, pensando que yo también–. Podríamos ir juntos a buscarlas a la escuela hoy.
—¡Me encantará! –exclamó entrelazando sus dedos con los míos por encima de la mesa, volviendo a turbarme.
* * *
Grace
—¡¡¡Graaace!!! –gritaron al unísono Alice y Lycia, corriendo hacia mí y dándome un abrazo apretado con toda la fuerza de sus pequeños brazos.
—¡Te curaste! –exclamó Alice–. ¡Al fin volverás a casa!
—Vamos al coche –les dije tomando sus mochilas y pensando aceleradamente en la mejor manera de explicarles que no regresaría.
Me senté con ellas en el asiento trasero para que me sintieran más cerca cuando les explicara, mientras el señor Beckett nos miraba expectante por el espejo retrovisor.
—Ustedes saben que las amo, ¿verdad? -comencé.
Las dos pequeñas asintieron con la cabeza, en silencio.
—Sé muy bien que les prometí que nunca las abandonaría, sólo que ahora cumpliré mi promesa de otra manera. Lo que voy a dejar es la casa, ya no viviré con ustedes, pero –me apresuré a explicar al ver que ambas hacían un mohín mientras sus ojitos se llenaban de lágrimas– iré a visitarlas muy a menudo, y si lo desean puedo ir todos los sábados a jugar con ustedes.
—¿Por qué no puedes vivir con nosotras? –inquirió la pequeña Lycia.
—Porque tengo mi casa y no la puedo descuidar, y también tengo mucho que estudiar en los próximos meses.
—Papi, dile que lleve su casa a la nuestra y todos sus útiles, y problema resuelto –le dijo la pequeña a su padre.
—Eso no se puede hacer, hija. Las casas no se llevan de un lado a otro –le explicó él con paciencia.
—Pero queremos que vivas con nosotros –intervino Alice, dirigiéndose a mí–. ¿Quién me va a curar cuando esté enferma? Y… y… cuando tengo miedo a la noche… El cuarto de Lucy está lejos y además a ella no le gusta que la moleste.
El señor Beckett me miraba por el retrovisor con una sonrisa velada, como diciendo “a ver cómo te explicas ahora”.
—Podrían… llamar a su papá –les dije con cariño.
—El cuarto de papá también está lejos –dijo Lycia.
—Bueno –repliqué dejándome derrotar por esas dos pequeñas astutas–, puedo quedarme de vez en cuando a dormir.
—¡¡¡Siiiiií!!! –gritaron ambas al unísono celebrando su pequeño triunfo.
Al menos, había dado el primer paso, aunque el señor Beckett no ayudaba.
—Mañana es sábado –intervino él, también con expresión triunfal–. Grace podría venir a desayunar con nosotros, y después de jugar con ustedes la podemos invitar a almorzar. ¿Qué opinan?
—¡¡¡Siiiiií!!! –volvieron a gritar las pequeñas, esta vez golpeando palmas.
* * *
—¿Puedo almorzar contigo mañana, Grace? –me preguntó Aaron en el almuerzo del sábado.
La expresión del señor Becket fue indescifrable. Miró primero a su hijo y luego a mí sin que se moviera un solo músculo de su rostro.
—¡Claro! –le respondí a Aaron con cariño.
—¿Va a estar Sussy? –se apresuró a preguntar mirando a su padre de soslayo.
Era un joven tan considerado y amaba tanto a su padre, que creo que, intuyendo un avance entre nosotros, estaba haciendo lo posible para dejarlo tranquilo.