Una Noche Como el Día

Capítulo 8: Crueldad, Parte I.

           Mi visión estaba oscurecida.

           Broza y partículas de polvo caían sobre mi rostro.

   —¡Ayuda! ¡¿Pueden oírme?! —mis gritos resonaban.

        Estaba confundido. Sentía dolor en mi espalda, piernas y pecho pero lo peor era lo que sentía en mi brazo, o lo quedaba de él. Logro sacudir un poco la arena de mi cara y me doy cuenta que estoy rodeado de grandes escombros. La luz del sol entraba por una grieta a mi derecha.

   —¡Caramba! ¿Cómo llegué hasta aquí?

   No comprendía cómo había llegado hasta ahí. Sentía frustración. Sabía que no podría salir de ese lugar. Sentía un gran enojo en contra de Dios, no solo era una situación sino que eran demasiadas pruebas. Pensé en que era fácil creer que Dios era bueno y ya, sin embargo, llegué a la conclusión de que es más fácil creer cuando todo está bien. Mi cara estaba reseca y me costaba respirar.

Lloré amargamente.

   Mientras gritaba, podía desahogar lo que había en mi alma; había acumulado durante días: impotencia, lágrimas, dolor, enojo... No era el momento adecuado, sin embargo, carecía de oportunidad alguna para soltar ese peso que agobiaba mi corazón. Me sentía solo; totalmente desarmado. Me encontraba bajo los escombros de lo que pudo haber sido un triste y abandonado edificio, con la mitad de mi brazo izquierdo faltante, una hermana fallecida y separado de la mujer a la que, por alguna razón, no he podido confesarle que es el amor de mi vida.

...

  —¿Hola? ¿Me escuchas? —me dice una voz grave.

Escuché una voz que venía de lejos.

   —¡Sí! ¡Aquí estoy! —respondo lo más fuerte que puedo.

   —¡Has ruido para poder localizarte!

Con un pedazo de roca, golpeo un tubo.

   —¡Aquí! ¡Por favor, ayúdenme!

   —Listo, ya vamos por ti.

 Alguien llega hasta donde estaba.

   ¿Cómo te llamas?

   —Me llamo James.

   —OK, James. Pertenezco a los rescatistas de esta ciudad.

   —Gracias por venir a ayudarme.

   —No te preocupes, mi nombre es Diego. Estuvimos buscando en ésta zona durante 15 horas ya pero eres la única persona viva que hemos encontrado, debes estar agradecido.

Después de haber escuchado eso, me avergoncé.

   —Señor Diego, mi pierna duele mucho.

   —¿Sientes algún peso sobre ella?

   —Sí.

   —Tranquilo, debe ser culpa de los escombros, ¿Puedes moverlos?

   —Si, pero... ¿Me puede ayudar? Es que me falta un brazo...

   —¡Claro! Discúlpame, hablé sin pensar...

   —¿Cómo es… Que llegué hasta aquí?

   —Seguro estabas cerca del epicentro o quizás en medio de la calle.

Entonces recordé haber salido de la carpa para buscar a Holy.

  —¿No debería haber más gente con usted?

   —Mis compañeros fueron a buscar herramientas para poder ayudarte.

   —Gracias....

   —Escuché como le reclamabas a Dios.

   —Fue...

Me interrumpe.

  —Puedo entenderte. Sentí lo mismo el día en que comenzó todo esto. Estaba en casa con mi esposa; estábamos sentados en el sofá, preocupados por no tener mucho que comer; nos habíamos resignado. De repente, tocan el timbre. Abrí la puerta y, para mi sorpresa, una persona nos dejó una cesta de comida en la puerta. Nos sentímos muy agradecidos por esa bendición. Tuvimos una buena cena; por primera vez senti que muchas cosas podrían cambiar. Y llegó el primer terremoto. Mi esposa por el susto, corrió y tropezó. Vi aterrado como caía por las escaleras. En mi desespero, quise ayudarla, sin embargo, no alcancé a tomarla de la mano.

Quebrantado, comienza a sollozar. Siguió contando su historia.

  —Le eché la culpa a Dios por ello. Tenía rencor en mi corazón. No debí cuestionar a Dios por las cosas inexplicables que hace. Si tan solo mi esposa estuviera viva... —sigue su llanto.

   Sentía pena por ese hombre. Perdió lo que más amaba pero se queja menos y agradece más. En cambio yo, solo peleo con Dios, culpándolo de mi desgracia. A veces como seres humanos somos tan mal agradecidos de todo... Unos viven siendo felices por su posición económica pero aun así no viven en paz. Otros no tienen suficiente, solo viven el día a día, sin embargo, él les da esa paz inexplicable. ¿Es confuso el mundo? ¿No debería ser al contrario? ¿El rico feliz y cómodo y el pobre triste y sin esperanza? Así es Dios, le da a algunos mucho, sin importar cuanto sufra, pues son más agradecidos con lo poco que con lo mucho, con lo que muere y con lo que vive. En cambio el rico, puede tener mucho pero nunca es suficiente; quiere más y más pero jamás agradece; vive de la preocupación. A ellos, Dios, les deja la lección de sus vidas: “da para que recibas”. Ellos deciden gastar y derrochar. Su consecuencia es una vida sin paz.




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