Mientras caminaba de regreso hacia la cabaña, sentí algo moverse cerca de mis pies. Me agaché instintivamente y vi al pequeño conejito blanco, mirándome con curiosidad. Tenía un pelaje blanco y suave, y sus grandes ojos oscuros me observaban sin miedo.
El conejito, en lugar de huir como habría hecho cualquier otro animal, empezó a seguirme. Su pequeño cuerpo saltaba a mi lado, y aunque me detuve un momento para observarlo, no se apartó. Me miraba con esos grandes ojos, como si no tuviera miedo de mí.
"Vas a venir conmigo, ¿verdad?", murmuré, sintiendo una extraña calma en su presencia.
Sin pensarlo mucho, me agaché y lo tomé entre mis manos. Era liviano y suave, y aunque al principio se movió un poco en mis brazos, pronto se quedó tranquilo, como si estuviera acostumbrado a estar con la gente. Lo acerqué a mi pecho, y noté lo cálido que estaba, algo que me tranquilizó en medio del frío aire del bosque.
Con el conejito en mis brazos, me dirigí de nuevo hacia la cabaña. El bosque parecía mucho más tranquilo ahora, y el conejito no paraba de mirar a su alrededor con sus ojos curiosos, como si también estuviera vigilando el lugar.
Finalmente, llegué a la puerta de la cabaña y la abrí con cuidado. Cuando entré, el conejito me siguió sin dudarlo, y dejé que saltara suavemente al suelo. Cerré la puerta detrás de mí, dejándolo explorar por la habitación. No sabía por qué, pero la presencia de ese pequeño animal me hacía sentir un poco menos sola.
Me quité el abrigo y me dejé caer en una de las sillas, observando cómo el conejito se movía por el suelo, olfateando y saltando con alegría. "Bueno, al menos no estaré sola aquí," pensé, aunque una pequeña parte de mí aún sentía que el día había sido extraño.
Creo que le pondré niebla, por encontrarlo en la niebla
Después de dejar a Niebla cómodamente instalado en la habitación, tomé las llaves del coche con una mano y me dirigí hacia el exterior. El aire de la media tarde me envolvió al salir de la cabaña, un aire fresco y limpio que parecía susurrar entre los árboles, dejando en el ambiente un ligero aroma a tierra mojada. Por un momento, pude sentir que la soledad que me había estado asfixiando comenzaba a ceder. Quizás el silencio del bosque no era tan malo después de todo.
Con el motor del coche encendido, me adentré por la carretera que se serpenteaba entre los árboles. La tarde estaba despejada, y aunque el sol comenzaba a esconderse detrás de las montañas, su luz dorada pintaba el paisaje con tonos cálidos que me daban una sensación de calma. Con las ventanas bajadas, dejé que el viento me despeinara mientras conducía. La radio estaba apagada, solo el sonido del motor y el susurro del viento me acompañaban.
A medida que me acercaba a la ciudad, mis pensamientos vagaban hacia mi abuela, la única persona que alguna vez me entendió y me dio un hogar. Recordé cómo solía acariciar mi cabeza y decirme que todo estaría bien, sin importar cuán oscuro fuera el camino. Todo lo que me dejó, todo lo que me dejó... lo sentía en las profundidades de mi corazón. Su partida había dejado un vacío inmenso, pero al mismo tiempo, había heredado su fortaleza. Eso era lo que me mantenía en pie.
Al llegar a la ciudad, aparqué el coche y me dirigí al centro comercial. El bullicio de la ciudad me hizo sentir pequeña, pero al mismo tiempo, reconfortada. Mientras recorría los pasillos, elegí algunas cosas para la despensa y, por supuesto, una cama pequeña para Niebla. Miré los pasillos con cierta indiferencia, aunque un leve suspiro escapó de mis labios al pensar que, por fin, algo comenzaba a sentirse normal en mi vida. Nada grandioso, pero en este pequeño espacio, todo parecía encajar.
Luego de comprar, decidí darme un respiro y entrar a una cafetería. Pedí un capuchino y me senté cerca de la ventana, observando cómo el sol se desvanecía lentamente, tiñendo el cielo de naranjas y morados. El aire fresco de la media tarde se filtraba por la ventana, mientras las sombras empezaban a alargarse, creando una atmósfera tranquila, perfecta para pensar en lo que había dejado atrás y lo que aún me esperaba.
Con la taza de capuchino en mis manos, sentí una ligera paz. Pero esa paz se rompió abruptamente cuando, al salir del local, una mano cálida se posó sobre la mía. Mi corazón dio un salto, y cuando levanté la vista, allí estaba él. Bairon.
-Lydia, por favor... -dijo con voz temblorosa, casi suplicante-. Perdóname, mi vida. Tú sabes que sin ti no soy nada. Por favor, Lydia, dame una oportunidad más...
Un nudo se formó en mi garganta al ver a Bairon. No quería mirarlo, pero la presión de su mano sobre la mía me hizo inevitablemente alzar la vista. Ahí estaba, el chico que alguna vez fue mi todo, el que prometió estar a mi lado y luego desapareció sin más, como si nunca hubiésemos sido importantes el uno para el otro.
Pero ahora, frente a mí, su rostro mostraba una vulnerabilidad que nunca había visto antes. Lo que me molestaba no era verlo destrozado, sino la amarga verdad que me dolía en lo más profundo: él ya no era mi "todo". Y lo peor, lo que realmente me había dejado herida, fue recordar que se había metido con mi hermana. Lo que alguna vez creí que compartíamos se había desvanecido en traiciones que ya no quería revivir.
-Por favor, suéltame -dije, mi voz temblorosa por la rabia que se me estaba acumulando dentro. Necesitaba que me soltara.
Pero él no me dejó. En lugar de soltarme, me apretó más fuerte, como si mi rechazo le diera poder. Mi cuerpo comenzó a vibrar con la tensión, y no pude contenerme más.
-¡Bairon, suéltame! -grité, mi voz llena de furia y dolor.
Justo en ese momento, un guardia del centro comercial apareció de la nada, mirando la escena con atención. Se acercó rápidamente, preocupado.
-¿Está todo bien aquí? -preguntó, su mirada fija en Bairon.
Yo, casi sin poder respirar de la rabia, respondí con la voz rota:
-No, no está bien. Este hombre me está agrediendo.