Ricardo González había llevado a su esposa, Diana, a múltiples hospitales, pero todos le daban la misma triste noticia: su esposa luchando contra un cáncer en etapa terminal.
—Lamentablemente, su esposa no tiene mucho tiempo; su situación es crítica— le informó recientemente un médico.
Ricardo solo podía pensar en su pequeña hija, Luciana Aidana, que apenas tenía 5 años. ¿Cómo le diría que su mamá ya no estaría con ellos y que solo quedarían él y su hija?
Luciana Aidana estaba al cuidado de su tía Beatriz mientras Ricardo trabajaba en la compañía familiar, ya que solo confiaba en ella para cuidar de su pequeña.
Una tarde, durante una reunión importante, la salud de Diana se agravó.
—Me siento muy mal; necesito despedirme de mi hija, por favor—rogó Diana, esforzándose por hablar.
—Cuñada, no hables, solo te hará daño— respondió Beatriz, llena de preocupación.
—Déjame darle un beso a mi hija—dijo Diana, sintiendo una intensa presión en el pecho.
—Voy a buscar a mi sobrina Luciana; trata de tranquilizarte, cuñada—respondió Beatriz con tono comprensivo.
Beatriz salió cuidadosamente de la habitación y se dirigió a donde Luciana jugaba con sus juguetes. La tomó de la mano para llevarla a ver a su mamá, sin tener idea de lo que estaba pasando.
Al entrar en la habitación, Beatriz se acercó a su sobrina Luciana, que estaba al lado de la cama, para que su mamá, Diana, pudiera hablar con ella.
Al entrar en la habitación, Beatriz se acercó a su sobrina Luciana, que estaba al lado de la cama, para que su mamá, Diana, pudiera hablar con ella.
Diana se esforzó por comunicarse con su hija:
—Mi niña, mi chiquita, quiero que sepas que te quiero mucho, eres lo más importante para mí; cuida de tu papá —le dijo con dulzura, dándole un beso en la mejilla.
Luciana, sin entender lo que estaba sucediendo, respondió:
—Yo también te quiero mucho, mami —dijo con cariño mientras se acurrucaba en su hombro.
Beatriz, al ver a su cuñada en tan mal estado por su enfermedad, se asustó mucho, sacó su móvil del bolso y le marcó a su hermano Ricardo para que viniera a casa.
Ricardo al ver la llamada de su hermana en su móvil, salió un momento de la sala de juntas, contestó la llamada.
—Hermana, ¿Qué sucede?—pregunto Ricardo nervioso.
—La salud de mi cuñada Diana ha empeorado; se está despidiendo de su hija Luciana—le contó Beatriz con la voz temblorosa.
—Dios mío, no puede estar sucediendo esto. Ya voy para allá, déjame cancelar la reunión. Cuida de la niña, por favor—dijo Ricardo, sintiendo una intensa preocupación. Colgó la llamada.
Al regresar a la sala de juntas, informó a los inversionistas:
—Mi esposa está muy grave, señores. No puedo continuar con la reunión; queda suspendida—anunció Ricardo, con un nudo en la garganta.
Uno de los inversionistas, Mateo, le respondió:
—Cualquier cosa que necesite, señor Ricardo, estaremos aquí para apoyarlo—dijo, ofreciéndole su ayuda.
—Gracias, lo aprecio—se despidió Ricardo.
Luego, salió de la sala de juntas, recogió su maletín y las llaves del coche, y se dirigió rápidamente a su hogar.
Ricardo intentó llegar lo más rápido posible, pero el tráfico se lo impidió. Tuvo que optar por un atajo para llegar a su destino. Mientras conducía, una súplica resonaba en su mente: Dios, por favor, no me quites a mi esposa. ¿Qué haré si ella se va? ¿Con quién se quedará mi niña? La inquietud que lo invadía se intensificaba. Minutos más tarde, arribó a casa y estacionó en la entrada.
Beatriz, su hermana, bajó rápidamente de la habitación y le abrió la puerta. Ricardo pasó, dejando su maletero sobre el mueble, y ambos se dirigieron a la habitación. Al entrar, encontraron a Luciana, su hija, dormida abrazada a su madre.
Beatriz alzó suavemente a su sobrina y la llevó de regreso a su habitación, donde la acostó en su cama. Le colocó su osito de peluche, le dio un beso en la frente, la arropó con la manta, apagó la luz y cerró la puerta.
Dentro de la habitación estaba su cuñada Diana. Ella abrió los ojos lentamente y, con un último esfuerzo, intentó hablar con su esposo. Las palabras se le dificultaban por su respiración fatigada.
—Querido Ricardo, cuida mucho a nuestra hija Luciana. Sé que no me queda mucho tiempo. Gracias por estar a mi lado. Por favor, no le digas nada a nuestra hija sobre nuestro secreto—dijo, esforzándose por articular sus palabras antes de fallecer.
—Mi amor, no te preocupes. Sé todo lo que has soportado con esta enfermedad. No le diré nada de nuestro secreto; yo sabré cuándo es el momento adecuado para contárselo—respondió Ricardo, desgarrado por la pérdida de su esposa.
Diana cerraba los ojos poco a poco, y su respiración se volvía más débil. Finalmente, su presión arterial descendió y Diana falleció. Beatriz entró justo cuando su cuñada había dejado de existir.
Encontró a su hermano Ricardo llorando desconsoladamente mientras sostenía la mano de Diana. Se acercó para consolarlo en medio de esta tragedia. Ricardo intentó hablar, pero las palabras se le negaban mientras procesaba la pérdida de su esposa.
—Tranquilo, hermano. Llora todo lo que necesites. Debes ser fuerte por Luciana; ella te necesita—le dijo Beatriz, dándole ánimo en ese doloroso momento.
Ricardo intentó calmarse, pero no pudo evitar expresar su angustia: —Pobre de mi chiquita —dijo, afectado por el dolor.
Beatriz salió de la habitación para preparar un té que ayudaría a su hermano Ricardo a tranquilizarse.
Mientras tanto, Ricardo buscó su móvil y llamó a la funeraria para organizar todos los detalles del velorio. Aquella promesa de guardar el secreto, su pequeña hija jamás la sabría.
Saludos bendiciones.
Su apoyo es fundamental para mí novela, compartirlo con otras lectoras. Es de bendición para mi.
¿Que secreto, tubo que ocultar Ricardo, para su niña Luciana no se entere?