Una nueva vida en los Alpes

CAPITULO 5

PAUL.

Salgo desde la cocina hacia la parte de atrás de la cafetería como un toro. Llevo la mandíbula tan apretada y marcada que hasta me duele. Salgo porque estoy furioso y necesito calmarme, Dave no merece que monte un espectáculo en su local.

Cierro los ojos, cuento hasta diez y dejo que el aire frío me golpee en la cara a ver si con eso me calmo, pero no lo consigo. No puedo calmarme después de lo que esa loca ha hecho.

Miro por la ventanita y ahí están, todas las manzanas que he traído. ¡Todas!

Están tiradas por el suelo y golpeadas, algunas han llegado rodando hasta la puerta de la calle como si buscaran escapar de este desastre. Otras medio pisadas y hechas puré debajo de las mesas de los clientes. Qué asco, qué rabia y qué lástima. Me hierve la sangre, personas como esa mujer deberían estar encerradas.

Si esa bruja supiera lo que me cuesta cultivarlas, se lo hubiera pensado antes de hacer lo que ha hecho.

El trabajo, el tiempo, el esfuerzo… las heladas y los bichos, toda una temporada trabajando para que esa caprichosa lo eche a perder. Pero claro, ¿qué va a saber ella? Desde que acabó de estudiar y se marchó a la ciudad, esa muchacha es otra. Todo el día con el teléfono en la mano y las uñas recién hechas sin dar palo al agua.

Zoe Sullivan es una malcriada que se cree con derecho a todo solo por llevar un apellido conocido. Segunda hija del alcalde, sí, pero eso no le da derecho a comportarse como una cría.

—¡Estás loco, Baresi, si crees que me puedes hablar así! ¿¡No sabes quién es mi padre!? —grita desde dentro, como si eso me importara.

Ni me molesto en responder. No vale la pena. Además, si contesto, seguro que monto otro incendio. Y bastante ha ardido ya.

Zoe no entiende que no me interesa, que nunca me ha interesado. Se lo he dicho de mil formas ya, algunas más suaves y otras más directas. Pero hoy me ha pillado con la paciencia bajo cero y se lo he dicho sin filtro, si lo que quiere es encamarse, conozco a unos cuantos hombres que estarían dispuestos, pero yo no soy uno de ellos.

Y entonces... bueno…

Ahí están las consecuencias. Ha tirado los cajones enteros de manzanas con mucha rabia y con fuerza. No una, ni dos, la malcriada esa las ha tirado todas, como si con eso pudiera castigarme por no gustarme.

La rabia me puede y vuelvo a entrar.

—¡Estás loca!

Ella viene hacia mí, Dave intenta calmarla, hablándole tranquilamente, como si hablase con un caballo, o en su caso con una cabra.

—Ya, Zoe. He dicho que ya basta. Lárgate a dar una vuelta, enfríate un poco y olvida lo que ha pasado.

—¡Pero él me ha insultado y dos veces! ¡Me ha llamado...!

—Y tú le has tirado sus manzanas, y casi le abres la cabeza con una. Yo diría que estáis los dos a mano.

Ella frunce el ceño, gira sobre sus tacones y me lanza una última mirada de odio antes de salir bufando como un toro despechado.

Al fin se va.

Miro el suelo y luego a Dave, que entra, suspirando con las manos colocadas en la cintura, negando.

—No te las pienso pagar —dice con media sonrisa.

—No esperaba que lo hicieras —respondo, encogiéndome de hombros.

Se sienta en su silla, una que ya tiene marcada la forma de su trasero después de utilizarla tantos años. Yo cruzo los brazos esperando lo que viene.

—No puedes seguir tratando a todas las mujeres así, como si fueran Oliana —me suelta sin rodeos.

Al escuchar de nuevo ese nombre mi estómago se retuerce. Me quedo callado mirando al suelo y luego al techo, quiero mirar hacia cualquier parte menos a él.

—No todas son como ella, Paul. No todas son unas víboras interesadas. Ni todas te van a romper como lo hizo ella. Alguna vez deberás darle una oportunidad a una mujer. —Coloca su mano en mi hombro. —Y verás cómo no te lastima.

—¿Y si no quiero? —murmuro. —Casi todas son iguales.

—¿Y si no? Mira a Emma, ella jamás me haría daño. Es un error que pienses así. No dejes pasar el amor de tu vida por terco. No sabes quién puede ser la afortunada. Aunque Zoe no sea la indicada precisamente.

No tengo respuesta, y no quiero darle la razón, porque si la tiene, todo se me viene abajo. No quiero, ni puedo volver a confiar.

Emma aparece entonces con el delantal lleno de harina y una sonrisa que me indica que, aunque me quiere, la he fastidiado. Como cuando una madre te pilla otra vez comiéndote las galletas de la merienda a escondidas.

—Paul, cariño, ¿en serio? ¿Otra vez en problemas con una mujer?

—Yo no he hecho nada.

—Claro, claro. Como si no te conociera. ¿Qué le has dicho esta vez? ¿O mejor dicho, a quién?

Me revuelve el pelo y yo la dejo. Siempre lo hace y aunque tenga treinta y tantos, me sigue haciendo sentir como un crío que está siendo regañado.

—Anda, limpia este desastre, porque nosotros no lo vamos a hacer. Mira cuántas manzanas se pueden salvar y, la próxima vez, intenta ser un poquito más delicado con tus palabras, ¿sí?

—No prometo nada —digo, bajito. —Pero lo intentaré.

Dave se ríe disimuladamente.

—Con que lo intentes, me conformo.

—Y yo también —añade Emma, mientras recoge una manzana del suelo, la limpia con su mandil y la deja sobre la barra—. A este paso, muchacho, no nos harás abuelos nunca.

Suspiro. Cojo el recogedor y empiezo a juntar los restos de mi cosecha. Afuera ha empezado a llover y el aire se ha levantado. Pero aquí dentro… el ambiente es cálido y no hablo de la temperatura.

Emma vuelve con un café con leche caliente y lo deja frente a mí, sin decir nada. Ella lo sabe, sabe que yo no soy de dar las gracias con palabras. Pero también sabe que los aprecio y los quiero como si fueran mis padres, en paz descansen.

Toma un chocolate caliente para ella y se sienta conmigo sin dejar de observarme. No pregunta, solo está ahí.

—¿Todo bien en la villa? —pregunta después de un rato.

Asiento.

—Tranquilo. Acabando con las recolectas antes del invierno.




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