ANNE.
Mientras coloco las tazas en lo alto de la cafetera, miro a Carol, que está entrando. La conocí ayer por la noche en la cena que organizó Emma para presentarnos y me cayó bien desde el primer momento.
Tiene veinte años, es simpática, habla sin tapujos y es de esas personas que enseguida te hacen sentir cómoda.
Me contó que su padre trabaja en una finca cerca de aquí llamada “Los Manzanos” y que su madre es maestra en el pueblo. Se nota que ha crecido en una casa donde la han educado bien y con mucho cariño.
Carol entra por la puerta de la cocina, deja su bolso, toma unas cuantas servilletas y las deja sobre un platito.
—¿Has dormido bien? —me pregunta con una sonrisa mientras se ata el delantal.
—Sí, mejor de lo que esperaba, la verdad. La cama es una maravilla. —Le devuelvo la sonrisa y sigo con las tazas.
—Emma es experta en hacer que todo se sienta acogedor —dice, colocando cubiertos en una cesta de esparto—. Mi madre dice que es especial para hacer que la gente se sienta como en casa.
—Es buena mujer —digo—. Me recuerda a mi madre.
Carol me mira de reojo y sonríe.
—¿Te gusta el pueblo?
—Lo poco que he visto, mucho. Todo es tan… distinto a lo que he dejado atrás —respondo, sin entrar en detalles.
Ella asiente mirándome a los ojos, pero no pregunta más. Parece que entiende que no estoy preparada para contar qué hago aquí todavía.
—Hoy no tengo clases —me dice—, así que me quedo hasta después del mediodía, por si necesitas ayuda.
—Gracias, en serio. La voy a necesitar, seguro.
—Te adaptarás pronto, ya lo verás. —Guiña un ojo—. Por la tarde, u otro día, si quieres, podemos ir a dar un paseo.
—Por supuesto —digo, y sonríe satisfecha.
—Voy a la panadería —dice, poniéndose una chaqueta—. Está a trescientos metros, no tardo nada. Normalmente, son ellos los que traen el pan, pero llegará antes si voy yo. Así lo tendremos todo a punto para los desayunos y no nos pillará el toro.
—Vale, pues yo voy haciendo el café y colocando los platos.
Enciendo la cafetera y, segundos después, me llega ese olor que tanto me gusta a café recién hecho. Me calma y me hace sentir que todo va a salir bien, aunque no tenga ni idea de lo que estoy haciendo.
Miro alrededor, repasando mentalmente lo que falta para tener todo listo para los desayunos: el pan, el café, las tazas, las servilletas… Me falta la mermelada. Emma dijo que la buena está en la alacena alta.
Busco la mermelada. Me comentó que hay una de manzana, casera, que está buenísima. Miro los estantes y la veo: tapa roja, etiqueta escrita a mano… pero, claro, cómo no, está en el estante más alto. Me acerco, me pongo de puntillas y estiro el brazo todo lo que puedo. Solo falta un poquito. Me pongo de puntillas y estiro el brazo, tratando de alcanzarla…
PAUL.
Miro el gran tarro de mantequilla que Alessandra ha preparado para Emma. No le gusta perder el tiempo, así que ha preparado un tarro que podría abastecer a un ejército.
Cruzo la puerta trasera de la cocina esperando encontrar a Emma y me sorprendo al ver a Anne.
“La nueva” está de puntillas, intentando alcanzar un frasco de mermelada como si estuviera atrapando mariposas invisibles. El delantal le queda grande, pero aun así lo lleva puesto.
—¿Se puede saber qué haces ahí subida? —pregunto, subiendo un poco la voz, inconscientemente, para sorprenderla justo cuando estaba a punto de alcanzarlo.
—¡Ay, no! —chilla, justo cuando el frasco se le resbala de las manos.
Intentamos atraparlo, pero entre el tarro de mantequilla que llevo yo y sus reflejos de estatua de jardín, el frasco termina roto en el suelo.
—¡Qué susto! —exclama, llevándose la mano al pecho como si hubiera visto un fantasma.
—Tú eres la que estaba trepando por los muebles —respondo, acercándome para dejar el tarro.
—Intentaba alcanzar el frasco —pone sus brazos en jarra—. Por tu culpa se ha roto.
—¿Por mi culpa? —pregunto, irónico.
—Pues claro. Si no me hubieras asustado, lo hubiera alcanzado y no se habría roto.
La observo.
Sí, definitivamente es una niña de papá. Manos suaves, uñas pulidas, y un desastre andante… Probablemente no ha trabajado en su vida.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —pregunto, tomando el recogedor para limpiar el desastre.
—Estoy organizando un poco. Voy a encargarme de la cafetería.
—¿Tú? ¿Encargarte de esto? —Se me escapa una pequeña sonrisa.
—Sí, yo. ¿Por qué no?
—Porque tienes pinta de no saber hacer ni un café. —No puedo evitar reírme—. Vamos, que esto lo conviertes en un caos antes del viernes.
—¡Oye! —Se cruza de brazos, molesta.
—Niña, no es nada personal, ¿eh? Solo digo lo que veo —señalo el frasco—. Esa mermelada es la prueba.
—No me llames niña. Me llamo Anne. ¡Y ha sido un accidente!
—Sí, claro. Ahora en serio, ¿sabes al menos hacer café?
—Sí. —No me cree.
—¿Mermelada?
—No.
—Lo sabía.
—¡Puedo aprender!
—Mmm… si tú lo dices… —Me lanza una mirada que podría atravesarme.
—¿Sabes hacer una tarta de manzana?
—No.
—No vas a durar ni tres días.
—¿Sabes qué? El viernes voy a tener lista para el desayuno la mejor tarta de manzana.
Me río con ganas. Tiene carácter, la ciudadana.
—Ay, chica ciudadana…
—¡No me llames así! Me llamo Anne.
—Lo sé. Pero es que lo llevas tatuado en la frente. Ciudadana con C mayúscula. Se nota desde la plaza.
—¿Y tú qué sabrás?
—Lo justo para saber que en esta cocina vas a sudar más que en una clase de spinning sin aire acondicionado. Pero bueno, si Emma y Dave creen que puedes con esto…
—¿De qué vas? Ellos creen en mí. Que sea de ciudad no significa nada.
—Claro. Porque son buenas personas. Yo, en cambio, soy el tipo que aparece para recordarte que esto no es una cocinita de juguete. Es una cafetería con clientes que llegan con hambre del campo. Y se ponen de mal humor cuando el café llega tarde.
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Editado: 05.06.2025